(El año pasado comencé a asistir a clases de yoga en el gimnasio que hay al lado de mi casa.
La experiencia se plasmó en https://esendraga.wordpress.com/2019/05/03/nirvana Este curso el profe gimnasta es otro, y ésta es mi experiencia en una de sus clases)
Me siento en la colchoneta. El salón es grande, rectangular. Y dos de los laterales, formando esquina, son íntegramente de cristal dando uno a la plaza y el otro al jardincillo de al lado. Los otros dos laterales son de espejo.
Cuando entro en la sala, el profe ya está sentado sobre su esterilla en la postura que él llama “postura fácil”. Le imito y me siento con las piernas cruzadas. Lo llamo profe y no sé por qué, pero vaya, así me entiendo.
Tiene puesta de fondo una música un poco monótona en la que destaca un sonido que recuerda a un sitar o algo así. Pero está muy suave y no molesta, sólo ambienta; es una melodía alegre a la vez que serena. No debe ser auténticamente hindú, pero en cualquier caso me parece muy apropiada.
Dudo si quitarme los calcetines para no resbalar en alguna de las posturas, pero decido dejármelos, hace un poco de fresco.
Ya debemos estar todos, el salón casi lleno de gentes diversas que se colocan en su sitio. Algunos comentan entre ellos…
—Buenos días, ¿qué tal? Un poco nublado, ¿no? Vamos a comenzar la práctica.
Él levanta la mirada, abarca a toda la sala, sonríe. No es muy alto, pero parece que se crece como yogui. Los murmullos cesan casi por completo. El tipo es gracioso. A menudo está serio, pero da la impresión de que siempre esconde una sonrisa. Y ese pelo de punta que lleva… Pasa un dedo sobre el móvil que tiene a su izquierda y la música baja de volumen un poco más. Lo tiene controlao. Y cambia a otra melodía donde predomina una voz femenina, suave.
Cierro los ojos.
Todos nos vamos colocando bien, en esa postura fácil. Bueno, eso de fácil será para él…
—Voy bajando de mi mente a mi cuerpo. Voy a fijarme en mi respiración, inhalo y exhalo por la nariz.
Noto un movimiento a mi derecha y entreabro los ojos. A mi lado está acabando de situarse una mujer. Miro el reloj de la pared y en realidad no ha llegado tarde, es que estamos empezando justo a la hora. Vuelvo a cerrar los ojos. Estos pensamientos que me asaltan los tengo que ir apartando, o más bien dejarlos pasar sin hacerles mucho caso. Esto ya me lo sé de otros días anteriores…
—Hago una respiración larga, profunda. Una sensación de calma inunda mi cuerpo. Siento cómo mi mente, poco a poco, se va acallando, mi cuerpo se va aquietando.
Dejo de lado todo el ajetreo, las tareas. Me centro en el aquí y el ahora, me centro en mi respiración.
Creo que se ha dejado bigote y no nos hemos dado cuenta. Seguramente ha estado un tiempo sin afeitarse y luego se debe haber recortado la barba, pero un poco menos el bigote, de forma que ahora resalta sobre el resto…
—No me distraigo con esos pensamientos que me asaltan, que me abordan.
Vale, tomo nota…
—Veo llegar esos pensamientos, esas inquietudes, no los rechazo, pero no me apego a ellos, los dejo pasar. Al igual que miraría la llama de una vela, sin juzgarla, así he de hacer con mis pensamientos.
Al hablar, tiene una entonación muy personal, bastante eufónica. No como esos periodistillas de telecinco o teleseis que acaban las frases hacia abajo. Él termina un poco en alto, pero con una breve y muy ligera inflexión final hacia abajo.
—Movilizo los hombros una vez.
Y hace esto en cada parte de una frase, como si pusiera una coma. O quizá es una pequeña pausa para darnos tiempo a pensar en lo que ha dicho…
—Ajusto mi postura, con lectura de mi cuerpo.
Lo ha entonado justo como yo esperaba: en “postura” ha hecho ese final en alto y al terminar la frase, otra vez…
—Pies, muslos e isquiones, bien enraizados en la tierra. Abdomen ligeramente contraído.
Intento hacer lo que dice. Lo intento, pero eso de pensar en tantas cosas al mismo tiempo, cuando por otra parte tenemos que evitar pensar…
—Mentón paralelo al suelo, y algo retraído. Brazos cuelgan a los lados apoyados en los muslos o en las rodillas. O bien palmas hacia arriba practicando algún mudra.
El otro día tuve que goglear esto de “mudra”. Son diferentes posiciones de manos y dedos, como eso de hacer un anillo con índice y pulgar que se ve en las imágenes de buda. O la de poner los dedos…
—Espalda recta, coronilla se proyecta hacia arriba, alargando mi columna. Estoy pensando en mi respiración. Crezco, con cada exhalación.
Me intento concentrar, pero antes echo un vistazo y tanto él, como la gente de alrededor tiene los ojos cerrados.
Cierro también los míos e intento crecer con cada exhalación. Me concentro en ello y al cabo de un momento me parece que realmente soy un poco más alto, y a cada respiración más alto todavía. Veo a los demás desde arriba, casi desde el techo. No me he elevado, sino que ahora soy muy alto, muy grande. Raro, un tipo muy grande en medio de toda esta gente… Me asalta la imagen de mí mismo como si fuera ese genio de la lámpara de una película de dibujos, ese tipo enorme y azul. Y enseguida el souflé de mi elevación se desinfla y vuelvo a ras de suelo, y a mi color normal y a mi tamaño habitual…
—Vamos a practicar la respiración cuadrada.
Y nos explica en qué consiste. Se ve que es un tipo de «pranayama». Otra cosa que habrá que goglear. La verdad es que con esta respiración tan lenta, casi entra uno en apnea y claro, cuando el % de CO2 empieza a subir en los pulmones, el cerebro abandona pensamientos superfluos y se centra en intentar algo para que entre más oxígeno. Pero aquí está la voluntad del yogaire, para desactivar ese sistema automático…
—Repetiremos doce veces, cada uno a su ritmo.
Entreabro los ojos. Él está de cara a todos nosotros y de espaldas al ventanal que da al jardín. Afuera el tiempo está gris, pero el color del follaje de estos árboles es precioso. Siguen verdes gran parte de las hojas, pero muchas de ellas han virado a ocres y amarillos de variados tonos. Precioso para una foto.
(La foto es de varios días después, cuando la mitad de las hojas bonitas ya se habían caído)
Ya estamos otra vez: mi cabeza haciendo caso a esos pensamientos que vienen. Dejaré lo de la foto para otro día…
Hago la respiración cuadrada lo mejor que puedo. Me doy cuenta de que puedo acompasarla con el fraseo de la señora que canta suavemente su letanía por los altavoces. No sé si se habrá elegido la música adrede o será casualidad, pero a mí me viene bien tomar los compases de la melodía como referencia. Me concentro en ello…
—Poco a poco voy activando mi cuerpo iniciando el calentamiento.
Lo que pasa es que si no hago la foto pronto, estas hojas tan bonitas acabarán en el suelo y adiós foto, con lo que me gustaría…
—Mi mentón, va hacia el esternón.
Esas tonalidades siempre gustan y son muy resultonas…
—Ahora, mi mentón, va hacia el cielo. No dejo caer la cabeza hacia atrás, es mi mentón el que se eleva. Inhalo arriba, exhalo bajo.
Seguimos con ejercicios de cuello, ahora laterales.
—No fuerzo, escucho mi cuerpo.
Yo entiendo lo que dice. Pero lo que él no sabe es que un cuerpo de “persona mayor” sometido a una práctica de yoga no te habla, te grita. No puedes hacerte el sordo a su desesperada reclamación de abandonar la postura fácil o de parar la práctica ya mismo. Pero aquí estamos…
—Giro la cabeza a la derecha inhalo. Exhalo, paso por el centro e inhalo hacia el otro lado.
Al girar la cabeza a la derecha abro los ojos un poco. Casi detrás de mi está un vecino a quien no vi al entrar. Está concentrado, ojos cerrados. Vale, tomo nota, y cierro los míos…
—Mano izquierda sobre rodilla derecha, la mano derecha, la coloco en el suelo, detrás y noto el giro de mi torso. Mantengo el cuerpo erguido.
En uno de los giros a izquierda vuelo a entreabrir los ojos y echo un vistazo a los condiscípulos. Casi todo mujeres, jóvenes, medianas, mayores y muy mayores. De todos tamaños y morfologías. Algún chico joven, atlético. Y varios señores mayores, también de diversos tamaños y colores, entre los que me temo estoy incluido. Me gusta esta mezcla democrática-igualitaria de gente de todo tipo y casi de toda condición. Aunque la única condición que de verdad compartimos todos los asistentes es la suerte de tener libre un día laborable de 0930 a 1030, lo que no está al alcance de cualquiera.
—Ahora haremos unas rondas de saludos al sol.
En estos saludos al sol, cuando toca plegarse, como muy abajo, me llegan las puntas de los dedos a más de dos palmos del suelo si no doblo las rodillas. ¿Óxido, falta de engrase? Creo que será porque no he hecho casi ejercicio físico en el último medio siglo. Y medio siglo es mucho. Son 50 vueltas al sol y algo así como 50×300 === 15 y tres ceros, más de 15.000 días…
—Inhalo, arriba. Exhalo, manos al pecho.
A cada bajada intento plegarme más, pero la bisagra da lo que da. Concentrado en el esfuerzo que me cuesta, ya he perdido la cuenta de las rondas de saludos…
—Ahora haremos dos rondas más, y un poco más dinámicas.
Cada vez que dice lo de bajar en «chaturanga» me hace gracia: tengo que buscar qué significa, pero parece que es como las flexiones clásicas…
—Uno más y nos quedamos en perro boca abajo. Disfruto de esta confortable asana.
En el último de los saluditos, los brazos ya me arden, y ya no puedo más de estar como perro boca abajo. Y eso que es interesante mirar hacia atrás, por entre tus propias piernas. Nadie ve si miras porque todos miramos hacia atrás….
—Aguantamos una respiración más. Larga y profunda.
A la siguiente ronda miro atrás y veo varias nucas, pelos cortos, largos, morenos, rubios, sueltos, colas de caballo. Es el mundo visto del revés. Ya a punto de desplomarme miro al fondo por el espejo y veo a una señora que, entre el compás de sus piernas, me mira cómo la miro…
—Ahora, podéis apoyar la frente en el suelo, vientre sobre vuestros muslos. Los brazos a lo largo de vuestro cuerpo. Notad como la respiración…
Menos mal que nos deja descansar un poco en posición fetal boca abajo, sobre la colchoneta.
—Ahora, sí. Podéis sonreír. Nadie os ve.
Hay un rumor general y alguna risilla. Le hago caso y sonrío al suelo, me gustaría ver mi expresión. Debo parecer bastante lelo con este rictus. Un móvil grabando video desde bajo a través de un agujerito en la colchoneta, estaría gracioso…
—Respiración lenta y profunda.
El otro día hicimos saludos a la luna. Y comentó que el motivo era porque al día siguiente estaría llena…
—Ahora, de pie, sobre la parte delantera de la esterilla.
Miro de reojo el reloj. Falta casi media hora. ¿Qué?, ¿todavía treinta minutos? No se si aguantaré hasta el final.
La música sigue suave y me resigno. Parece como canto gregoriano, pero con voces femeninas…
—Pie derecho atrás, rodilla izquierda sobre tobillo izquierdo.
Este muchacho es bastante flexible y está fuerte, aunque no tiene el aspecto típico de supercachas de gimnasio…
—Observo la apertura de mis ingles, miro al frente. Siento, la fuerza del guerrero, de la guerrera que llevo en mí.
Cuando la posición del guerrero se me hace ya difícil de aguantar, aparto la mirada de mis dedos extendidos y giro la mirada hacia él. Está firme en la postura, mirando a su vez por encima de los dedos de su mano extendida, con energía. Detrás de él y más allá de los ventanales, el paisaje otoñal con su cielo gris. No me tengo que olvidar de hacer foto a las hojas de esos árboles antes de que se caigan. Mis brazos ya no aguantan más en la postura, y voy a dejarlos caer, como las hojas. Pero en ese momento el profe se yergue y nos indica que nos mantengamos durante un par de respiraciones más, antes de pasar a la siguiente asana. Aguanto como puedo. Noto una gota de sudor cayendo por mi espalda y, por lo que veo a mi alrededor, no soy el único y todavía faltan 20 minutos…
Mi parte consciente se va apagando en los siguientes ejercicios, porque la supervivencia es lo primero, y la cuestión es llegar entero hasta la última asana…
—Nos tumbamos boca arriba, los brazos a lo largo del cuerpo…
¡Menos mal, ya llega la parte que más me gusta!
—Tomaremos, unos minutos de relajación, antes de despedir la práctica. Si alguien quiere cubrirse, es el momento. Abandonamos el control muscular.
Le hago caso, trato de relajarme y de apartar los pensamientos que me empiezan a llegar nuevamente…
—Los pies caen a ambos lados, las manos abiertas con palmas hacia arriba.
Intento tomar conciencia de todas las partes de mi cuerpo, pero sin llegar a moverlas. Probad y veréis que no es tan fácil.
Le oigo pasear entre los asistentes. Se detiene no muy lejos de donde yo estoy y comienza a decir un pequeño cuento. Supongo que lo debe leer en el móvil. Escucho atentamente el cuento de la taza de té. Lo recita con voz decidida, pero bastante suave, con esa entonación tan personal.
—… cuando la taza rebosó, el sabio, aparentemente distraído, siguió vertiendo la infusión de manera que el líquido se derramaba por la mesa.
Nos lee historias cortitas, sencillas, pero tienen su miga. Deben ser clásicos del género, que te inducen a una pequeña reflexión.
—El sabio le respondió: «Usted es como esta taza, llegó aquí colmado, de opiniones y prejuicios. A menos que su taza esté vacía, no podrá aprender nada»
Nos deja un par de minutos para que cale en nosotros la lectura y luego nos incorporamos poco a poco. Ahora, ya sentados, despedimos la práctica. Juntamos las manos ante nuestro pecho. Hacemos una ligera inclinación.
—Muchas gracias por compartir esta práctica. Namaste —Dice con una sonrisa.
Y terminamos con un breve aplauso de cortesía.
—Me gusta este chico, es gracioso —comenta mi amiga Tere mientras salimos.
esendraga, enero 2020.