SOBRE LA FAMOSA LEY DE AMNISTÍA PRESENTADA POR EL PSOE EN 2023

He leído este texto sobre el asunto: https://remadmalditos.wordpress.com/2023/11/14/en-el-fondo-sobre-la-amnistia/

Comenta Casiopeo, entre otras cosas. que en 2023 tenemos todavía en España un aparato judicial que es heredero directo de aquel que había en tiempos de la dictadura y que en este momento la soberanía del pueblo, expresada en el congreso, ha de estar por encima del resto de los poderes del estado. Y que por tanto le parece adecuada la nueva ley si al final con eso se soluciona el «problema».

Como de entrada yo no estaba de acuerdo, he tenido que ir escribiendo sobre el asunto para aclararme yo mismo, y este es el resultado.

Es cierto que los aparatos del estado se heredaron del franquismo pero, primero, han pasado cuarenta y tantos años que es una vida laboral completa; o sea, que no queda en activo ninguna de aquellas personas.
Luego, los tiempos han cambiado grandemente y aunque se puede considerar que el PP es heredero principal de todo aquello, también es cierto que durante estos años han pasado otros partidos a detentar el poder, por lo que pienso -quiero pensar- que de aquella cosa ideológica casposa no debe quedar mucho.

En cualquier caso yo no participo en nada de ideologías de derechas ni nada parecido, pero haciendo introspección tengo que decir que NO me gusta esta posible ley de amnistía; pero incluso sin gustarme, si alguien me pudiera convencer de que es un acierto táctico o estratégico, podría aceptar de buen grado pulpo como animal de compañía.

Esto de los nacionalismos, el español primero y luego todos los demás, es una cosa atávica sin sentido en la actualidad y menos todavía si se mira desde una óptica de «izquierdas». La palabra nacionalismo combinada con socialismo (Nationalsozialismus) es de muy mal recuerdo. No tan malo, pero casi lo de Nacional-Catolicismo. Y digo, CON respeto para las personas, pero SIN respeto ninguno para esas ideas, que me parecen todos ellos caprichos irracionales imbuídos a propósito por aquellos a quienes conviene. Sufrí en mi infancia la asignatura «formación del espíritu nacional» (nacional-católico, claro) y siempre me pareció un vulgar adoctrinamiento sin valor en sí mismo.
Conozco bastante bien Cataluña y nadie puede dudar del adoctrinamiento que llevan 40 años impartiendo por todo su territorio. Sí, ya sabemos que hay un sustrato cultural, lingüístico y todo eso, pero que por sí no es suficiente si no trabajas la componente agresiva frente al otro y una buena dosis de victimismos, económico y lingüístico entre otros.
Todo eso bien amasado genera una gran cantidad de personas que se consideran independentistas.

A- NO apoyo la amnistía a los capos de estos partidos.
Porque quienes defienden ese independentismo se suelen apoyar en sentimientos como la xenofobia y un cierto racismo (ver declaraciones de históricos y actuales de ERC), Los partidos independentistas son partidos ultra e identitarios, disfrazados algunos como de izquierdas, cuando la «izquierda» es o debería ser todo lo contrario. Partidarios de fronteras étnicas, de segregaciones fiscales, de la extranjerización de millones de personas, defienden sus privilegios económicos como verdaderos partidos de derechas que son. Me temo, además, que todos ellos, como guinda del pastel, tienen una buena historia de corrupción encima.

B- NO creo que sea una decisión adecuada.
Si creemos que una sociedad, para funcionar ordenada y satisfactoriamente, necesita reglas claras, consensuadas, y que habrían de ser consecuencia del cumplimiento de la carta de derechos humanos, poco más, Y un sistema fiable que controle su cumplimiento y corrija a los transgresores, NO veo en absoluto nada adecuada una amnistía para los transgresores en este caso; si el PSOE necesita indultar a más amigos y conocidos, adelante; y luego, cambiar las leyes con las mayorías que hagan falta, perfecto. Pero decir ahora que todo fue un error no es racional.

C- NO creo que sea la mejor estrategia.
Se habla del movimiento indepe como de un souflé, y todas las encuestas afirman que ha venido bajando desde 2018. Remover el fango justo cuando la turbiedad estaba en niveles admisibles es un error de estrategia. Puigdemon era una figura como de guinyol, allá en su palacete, luchando sus pequeñas guerras desde el parlamento europeo, pero me temo que desconectado de la realidad.
Provocar reacciones como la de @aleixsarri Director Oficina Europarlamentària @JuntsEU
cuando dice, literalmente: «l’amnistia és en certa manera una humiliació pública del comportament autoritari de jutges, fiscals, advocats de l’estat i tribunals de cuentas espanyols, per part del propi parlament espanyol.»
Teniendo en cuenta la moraleja de la fábula del escorpión y la rana, ¿es buena estrategia para ambos pactar con el otro? Seguramente no, aunque en este caso no sé quién es la rana y quién el escorpión. Os dejo una muestra de teoría política de Toni Comín, exconseller y eurodiputado por Junts: «Si media España no entiende los principios de la democracia, las decisiones políticas se han de tomar sin ellos»

¿WTF?

D- Con esta nueva ley no sólo se encabritan los indepes, sino la extrema derecha: sabemos que ambos están ahí, que tenemos en el salón un tigre y una pantera. Y que no los podemos sacar ni matar por las buenas. Sabemos que ambos se pasivan y se debilitan si tienen falta de estímulos y actividad.
Por eso parece una estrategia genial la de esta ley que ya se sabía iba a activar a ambos: a uno dándole confianza y ánimos y al otro estirándole fuerte de los bigotes.
(Sí, ya sé que el PP no ayuda pisándole el rabo a los nostálgicos del aguilucho, pero ¿qué esperabamos?)

E- Una cuestión técnica de esta ley es que tiene como objetivo conseguir la cancelación de ciertas acusaciones (y sentencias) muy específicas, diseñada para afectar a ciertas personas muy concretas, pero por delitos de muy diverso tipo y legislación aplicable. Esto va a implicar a tal enjambre de leyes que hace difícil predecir sus efectos finales. Igual al final no sirve de nada porque la tela de araña de todas esas leyes no acaba dejando escapatoria. O quizá surta el efecto contrario, el de que finalmente se tenga que aplicar la amnistía a delitos y personas que no tengan nada que ver con sus destinatarios iniciales. Al final puede ser todo esto una risa triste o un cachondeo dramático.

Así que no, esta ley no me parece una buena idea. Esperemos que sólo genere un sarampión y no una infección generalizada.

esendraga, noviembre 2023

LA ÚTLIMA VEZ FUE EN LA TRASERA DE LA FURGONETA

La última vez fue en la trasera de la furgoneta, antes de entrar en Polonia. En aquél descampado hacía frío pero los dos estábamos sudando allí dentro. Irina es puro fuego.

Foto: sprzedajemy.pl

A Irina la conocí en un parque, cerca de casa, unos meses antes de la guerra. Paseando a mi perro ya de noche, me senté en un banco. Cerca, un grupo de chicos y chicas estaban hablando, seguramente compañeros de instituto. Ella destacaba sobre los demás, parecía mayor y tenía más cuerpo de mujer que muchas de treinta o cuarenta años con las que me he acostado y encima guapísima.
Al cabo de un rato discutieron y se marcharon todos, menos ella que se quedó sentada. En aquel momento yo no tenía pareja y la chica me gustó, pero no es mi estilo abordar chicas así, en frío.
Pero por suerte mi perro se acercó a su banco y ella lo acarició pensativa. Gracias a eso entablé conversación y resultó que vivíamos en el mismo barrio. Se le notaba tristona y no hablamos mas que unas frases porque se despidió enseguida, y eso que me quedé con las ganas de estar más rato cerca de ella.
Nuevo golpe de suerte cuando al cabo de un tiempo la volví a ver por el barrio y esta vez me acerqué yo. Hacía sol, ella estaba sonriente, hablamos un rato y quedamos para otro día. Nos entendíamos bien porque no sólo parecía mucho mayor de lo que era sino que pensaba y sentía como una mujer adulta. Y de cerca, con buena luz, era más guapa todavía. El caso es que nos acostamos en mi casa la tercera o cuarta vez que quedamos. Fue un terremoto: ella tenía bastante experiencia, adquirida con compañeros de clase según me acabó contando, y ese día nos pilló en vena a los dos. Como si hubiera sido mi primera vez, en serio.

Mientras tanto, Katia que en aquél entonces yo creía que era su hermana, estaba en el asiento del conductor arropada en una manta y permanecía impasible pese al movimiento del vehículo y al ruido que hacíamos. Ella miraba hacia delante, hacia una colina reseca que estaba allí. En todas las ocasiones en que nosotros nos liábamos ella parecía no enterarse: o se entretenía con algo o miraba el paisaje.
Sólo hace dos semanas de aquello y parece que haya pasado un año.

Ella vivía con su abuela y su padre y siempre me dijo que había cumplido dieciocho. De su madre nunca me ha querido hablar.
Yo vivía sólo, con mi perro, en uno de esos conjuntos de bloques todos iguales, al norte de una ciudad portuaria y pequeña. Justo ahora que he llegado a España me acuerdo del principio de El Quijote porque me llamó la atención. En clase de español nos dijeron que era algo así como: ese lugar de donde vengo, “de cuyo nombre no quiero acordarme”. Pues justo ese es mi caso.
Desde 2015 trabajaba en unos astilleros haciendo labores de mantenimiento, la vida no me era particularmente divertida pero a mis cuarenta vivía tranquilo y bien. Había viajado varios veranos por Europa, vacaciones en Albania, en Croacia y también en España, Málaga, hace dos años. Iba a decir que en el sur se liga mucho, pero la verdad es que si pones de tu parte se puede ligar en casi cualquier sitio, aunque es más fácil si estás de vacaciones. Me atraía mucho la vida en esos países soleados aunque no lo bastante como para emigrar porque allí la vida tampoco es fácil. Pero siempre había pensado que si tuviera que salir de mi casa me iría al sur, y eso es justo lo que ha pasado.

A finales de febrero, cuando empezaron los ataques rusos, todos seguimos intentando hacer vida digamos normal. Pero a las dos semanas bombardearon cerca de los astilleros. No es que tuviera miedo, pero vivir pendiente de lo que pueda caer de cielo en cualquier momento o de si una columna de tanques va a cruzar al puente no es plan.
Irina tampoco estaba a gusto y aunque hablamos de la posibilidad de marcharnos lo dejamos aplazado porque ella no quería dejar a su familia.
El padre de Irina se alistó y ella quedó sola con su abuela, hasta que días después apareció Katia, que según me dijeron era su hermana que había vivido hasta entonces con la madre. Por mi parte no tenía motivos para dudarlo, se llevaban un par de años, las dos rubias, ojos azules, delgadas…
Poco después medio barrio quedó en ruinas y entonces ya me planteé en serio largarme porque los rusos no iban a tardar mucho en ocupar la región.
El padre de Irina llevaba varias semanas sin dar señales de vida y la abuela aseguraba llorando que “sabía” que su hijo estaba muerto. Cuando la visité me pidió que me llevara a las dos chicas conmigo; ella no veía mal mi diferencia de edad con su nieta y prefería que tuvieran una oportunidad de salir de aquello. Era una mujerona de origen ruso y hablaba un ucraniano muy básico. Me dijo que cuando las cosas empeoraran no podría cuidar a las dos porque ya estaba mayor y su pensión era ridícula. Si estaba sola podría intentar refugiarse en el pueblo donde había vivido antes de venir a la ciudad, o quizá buscar refugio en Rusia, y si tenía que morir lo haría tranquila sabiendo que sus nietas estaban a salvo. En esta guerra, y supongo que en todas las que ha habido antes, dos chicas jóvenes y muy guapas eran un atractivo para lo peor, tanto por parte de los invasores como de los defensores.
Yo quería traerme sólo a la mayor, pero me rogó que me las llevara a las dos.
Antes de decidirme llamé a un compatriota que conocí en Málaga y me dijo que desde Polonia se organizaban viajes en autobús hacia España. El gobierno estaba dando facilidades especiales a los refugiados de esta guerra.
Junté todos los euros que tenía ahorrados y dejé casi toda mi moneda ucraniana a la abuela, pobre mujer. Espero que sobreviva a todo esto.

Salimos un día despejado antes del amanecer y recorrimos el país de punta a punta hasta llegar a Polonia. Mi furgoneta, heredada de un tío mío fontanero con quien había trabajado de aprendiz, era sólo de dos plazas pero nos fuimos arreglando. La pequeña iba casi siempre detrás escondida y el perro suelto para disimular por si nos paraba alguien. Casi dos mil kilómetros hemos hecho. A veces viajábamos de noche y siempre intentábamos evitar los controles que son casi más peligrosos en campo abierto que las propias bombas. Sólo avanzábamos si veíamos el campo realmente despejado; algunos días permanecimos escondidos por precaución. A través del móvil, cuando había cobertura, nos llegaba algo de información sobre los avances rusos y las zonas más peligrosas, pero pudimos comprobar que nada de lo que se decía era fiable y nos movíamos más por intuición.
Desde casa habíamos salido con toda la comida que pudimos reunir y casi no tuvimos que comprar nada por el camino.
En general soy bastante valiente y algo peleón, pero si alguna vez tengo miedo hago todo lo posible por disimularlo. En este viaje he de confesar que hemos pasado momentos de mucho peligro, hemos visto pasar misiles por encima de nuestras cabezas y nos hemos cruzado con convoyes rusos. Yo me hacía el seguro ante las chicas, pero había veces que eran ellas, Irina sobre todo, las que mantenían la sangre fría.
El peor momento fue una tarde en que no pudimos esquivar un control de carretera, y las cosas se empezaban a poner feas. Estaba en una carretera segundaria, en medio de ninguna parte, y al registrar la furgo los soldados encontraron a Katia escondida en la trasera. Empezaron a tontear con las chicas y a ponerme pegas por la documentación, por la furgoneta, por todo. Empecé en plan dócil a ver si nos dejaban tranquilos, pero al final me cabreé y me puse chulo. De verdad que pensé que eso iba a ser mi final. Y aquí tuvimos el golpe de suerte de nuestras vidas: justo cuando tenía un cañon apoyado contra mi frente y como música de fondo a los latidos de mi corazón escuchaba las risotadas de los otros soldados, justo entonces, sonaron muy cerca unos disparos de tanque. Los soldados quedaron un momento desconcertados y luego salieron corriendo atendiendo las órdenes que alguien les gritó. Salimos a toda pastilla de allí, hasta que perdimos de vista el control y una columna de tanques que se acercaba desde el norte por un camino de tierra. A un lado, a cierta distancia había un acuartelamiento o algo así y seguramente por eso había un control y por eso el ataque. Por cierto que en google maps no ponía nada de los cuarteles. No paramos hasta estar bastante lejos pero escondimos la furgoneta bajo unas ramas porque pensamos que habíamos caído en una zona en disputa. De noche se veían destellos y explosiones tanto carretera adelante como por donde habíamos venido. Creo que ninguno de los tres pudimos dormir esa noche. Al día siguiente no nos movimos de allí porque todavía se escuchaban disparos en la lejanía.
Irina y Katia no serían hermanas, pero se querían y confiaban la una en la otra como si lo fueran; eso y la madurez de las dos nos ayudó siempre.

Durante esas largas semanas de viaje en furgoneta, tuve tiempo de pensar: yo sólo con estas dos a quien cuidar y mantener, ¿qué futuro tenía en otro país? Si el gobierno español nos daba facilidades quizá era posible conseguir un trabajo y vivir decentemente.
Si Katia e Irina se hubieran quedado en casa sí habrían tenido mal futuro. Solas, sin edad suficiente para integrarse en el ejército y sin nadie con medios para cuidarlas, de no ser víctimas de las bombas o de la miseria lo habrían sido de los soldados de uno u otro lado, porque allí la vida ha saltado en pedazos ensangrentados, y santos ya no quedan.
Ese conocido de Málaga es un poco caradura y me temo que tiene contactos en negocios turbios. Ya camino de Polonia le llamé para avisarle de que intentaría ir a su encuentro. Cuando le dije que conmigo venían dos chicas, también refugiadas, pareció encantado cuando le confirmé que sí, que eran guapas las dos. Empezó a decirme que donde él estaba se cotizaban mucho las jóvenes eslavas, que muchos hombres, padres de familia, solteros, mayores y jóvenes estarían dispuestos a pagar una buena cantidad de euros por una noche con chicas como las que llevaba conmigo; que la gente era bastante civilizada y no solían pegarles o maltratarlas. No quise oír más y le corté en seco: yo no pensaba explotar a las hermanas, ni a Irina por ser mi pareja ni a la otra, que es una chiquilla.
Aunque luego, en las largas noches de furgoneta con el sueño ligero y atento a los ruidos de alrededor, tuve tiempo de darle vueltas al asunto. Si la acogida española no era tan buena como nos anunciaban, la verdad es que tendríamos un problema. Sería una gran ayuda encontrar un caprichoso que pagara y tratara bien a Katia. Y para ella siempre sería mejor eso que ser violada por una patrulla entera de soldados sobre las ruinas de un centro comercial, con olor a humo, a carne quemada y a muerte.
Si las cosas se nos pusieran realmente feas y yo no encontrara trabajo, pienso que Irina también estaría dispuesta a ese pequeño sacrificio. En lugar de follar conmigo lo haría con alguien quizá más guapo y más perfumado, en una casa con techo y cuatro paredes, con cristales en todas las ventanas y sobre una cama limpia. Pero todo se verá y espero que no sea necesario.
En un pueblo que parecía tranquilo, cerca de la frontera, abandonamos a mi perro. No me quedó más remedio. También intenté vender la furgoneta por allí, pero al final la abandonamos cerca del punto fronterizo de encuentro de refugiados. Desde ese lugar unos viejos autobuses de transporte urbano nos llevaron a Varsovia.
Una vez allí había mucho lío en los mostradores de recepción, pero estábamos contentos de ser atendidos.
A la hora de las identificaciones dije que las chicas eran mi novia y su hermana pero cuando miraron las documentaciones me enteré de que Irina y Katia no eran familia. Irina me confesó que ella tenía sólo diecisiete años y que Katia era en realidad una amiga íntima, de toda la vida, un año menor que ella, que se había quedado sola y sin familia en uno de los bombardeos. Si llego a saber que no son hermanas creo que no me la habría traído, pero ya está hecho, es una buena chica que no tiene a nadie y no habría estado bien abandonarla a su suerte.
Después de todo el papeleo, nos asignaron un autobús que iba a salir hacia España al día siguiente y nos alojaron en un albergue algo improvisado que habían montado cerca de la estación de autobuses. Cuando finalmente subimos y nos sentamos, nos miramos los tres: habíamos cambiado de mundo: en un autobús nuevo, con gente amable que nos daba agua y bocadillos para un camino que nos iba a llevar a un lugar cálido y acogedor.
Yo nunca lloro. Pero tuve que respirar hondo varias veces. Parecía un sueño.

El olor a guerra, por lo menos a mí, se me aloja en un punto de la frente justo encima del puente de la nariz. Cuando anida ahí te hace fruncir el entrecejo y ya no se marcha porque está unido a la sensación de peligro, a la necesidad de alerta constante, a la permanente disposición mental de defenderte por cualquier medio y sin miramientos llegado el caso. Y alguien me dijo que ese regusto amargo, permanente, que hemos tenido desde el momento del primer bombardeo es debido a la adrenalina. No sé, será verdad.
Los primeros kilómetros no nos miramos, íbamos los tres encerrados cada uno en sí mismo. Pero en la primera parada nos volvimos a mirar y, en esa mirada compartida entre los tres, dimos por sentado que todo era real y vimos en nosotros los primeros síntomas de que ese olor que llevábamos dentro iba a empezar a ser más llevadero y que la sensación amarga en la garganta iba a remitir. Nunca lo olvidaríamos pero al menos podríamos vivir sin esa espina calvada siempre en el mismo sitio.
El viaje ha sido largo, pero se nos ha hecho corto.
Llegando a Madrid, he visto movimientos extraños en el autobús. La gente nos señalaba y comentaba en cuchicheos, aunque las chicas no se daban cuenta porque han dormido casi todo el rato.
Los organizadores que vienen en el bus me han preguntado varias veces y de diferentes formas qué relación tengo con Irina y con Katia, que qué pensamos hacer en Málaga, que si tenemos recursos, que si conocemos a alguien.
No sé a qué viene tanta pregunta porque la respuesta es siempre la misma: venimos de una guerra, nos hemos salvado por los pelos, las chicas no podían quedarse en casa y me las he traído porque me lo ha pedido la abuela de la mayor, y que la otra venía en el paquete.
¿Qué más quieren saber, qué más les puedo contar? ¿No lo entienden? ¿Que qué tenía pensado hacer en Málaga?
Pues lo que nos pase después va a depender de ellos, de estos europeos morenos de la otra punta del continente. Si nos ayudan podremos vivir decentemente: yo puedo trabajar de conductor, mecánico, electricista o fontanero y ganar el sustento para los tres. Irina casi ha acabado el instituto, es lista y puede trabajar en cualquier cosa. La pequeña tendrá que estudiar, se supone.
Pero si nos abandonan nos las tendremos que arreglar, de una forma u otra, honrada o no.
Al bajar del autobús en Madrid me han detenido. Cuando me han separado de ellas me he cabreado mucho y he intentado defenderme, pero no he conseguido nada y me temo que esto ha empeorado la situación.
Escribo esto en el calabozo, a la espera de que la policía me vuelva a interrogar. Y luego quizá me suelten o, lo más seguro, me manden a un juez que decidirá qué hacer conmigo. Creen que mi intención era prostituir a las dos para hacerme rico, pero están equivocados. Ellos sólo lo ven como blanco o negro pero la respuesta no es tan fácil como a ellos les gustaría, y la realidad no es tan simple como les parece.
Tantos kilómetros y tanto sudor para esto…
¿Mejor haber venido sólo? No lo sé. A pesar de todo creo que lo volvería a hacer.
Aprecio de verdad a Irina y quizá no la vea nunca más, ni a su amiga tampoco. No tengo idea de cómo funcionan aquí la justicia o el gobierno y nadie me ha dicho qué puede pasarme. Después de tantos apuros espero que a ellas las traten bien. Irina cumplirá pronto los dieciocho y será mayor de edad, deseo que acierte en su camino. Por su manera de ser creo que si acaba la guerra querrá volver a casa.
La amiga, casi hermana, la pobre Katia, espero que tenga más oportunidades. Si pudieran permanecer unidas en este nuevo país sería lo mejor. Seguro que aprenderá pronto el idioma de aquí, por cierto que en Varsovia comprobé que sabe bastante inglés. Le deseo que pueda estudiar algo interesante que le permita vivir honradamente sin tener que acostarse con nadie, más que por gusto. Katia está sola y no creo que tenga ningún interés en regresar: no tiene dónde volver y nadie la espera.
Está más sola que yo.

Una policía con coleta me indica que me acerque a la reja para ponerme las esposas antes de abrir la puerta.
Tengo que irme.

esendraga, agosto 2022.

NADIE ME HACE CASO

(Cuento escrito a mediados de 2020, que publico ahora)

Aquí estamos, desde hace unos meses todos encerrados para frenar en lo posible la epidemia del virus coronado. Yo solamente salgo de casa para lo imprescindible, algún día al súper y los martes y viernes a la panadería que hay aquí cerca.
Las primeras salidas eran una verdadera aventura, como adentrarse en una selva nueva y desconocida llena de peligros invisibles. Las calles eran las mismas pero parecían diferentes y extrañas. Y desiertas excepto por el barrendero que siempre anda por el barrio. En cualquier rincón insospechado podía estar el virus agazapado, listo para saltarte a las mucosas.
¿No os ha pasado eso de tocar sin daros cuenta el pomo del portal o el mostrador de la panadería y luego no saber qué hacer con esa mano? ¡Qué dilema, qué preocupación!
A la vuelta de la compra suelo dejar el cambio y las llaves en la repisa de la terraza y allí se quedan macerando, con la confianza puesta en que los ultra-rojos y los infra-violetas purificarán, ambos como un solo hombre, todo ese material contaminado antes de la siguiente compra.
En el portal de casa han puesto unos letreros recomendando usar las escaleras en lugar del ascensor. Llamadme incívico o lo que queráis, pero yo bajo y subo en mi ascensor los siete pisos que me corresponden, sin tocar nada pero llevando a cuestas la compra y los más de trece lustros que tengo en la chepa. ¡Prefiero una Covid a un infarto mortal!

El caso es que el segundo martes de encierro me dispongo a ir a por el pan, entro en el ascensor y pulso el bajo. Nada más cerrarse las puertas, me miro en el espejo. ¡Vaya! llevo la mascarilla del revés, lo de dentro fuera. Me la quito para darle la vuelta cuando, de repente, el ascensor se para dos o tres pisos debajo del mío. Me pilla con la mascarilla cogida por las gomitas, me giro hacia la puerta justo cuando se abre y me veo al vecino Felipe, otro de los viejos de la escalera, sin mascarilla. Está mirando fijamente su móvil sin darse cuenta de que estoy allí, esperando. Lleva agarrada la correa de su perrillo y se dispone a entrar en plan autómata mirando su pantallita. Pero cuando voy a decir “hola» para que se dé cuenta de que estoy allí, pone cara rara: ¡va a estornudar! La explosión me pilla con la guardia baja y cuando me pongo los brazos delante de la cara ya es tarde. ¡Será artificiero de pacotilla, el tío! Lo veo todo como a cámara lenta: durante la deflagración, a Felipe se le cierran los ojos y le vibra el belfo. En cuanto termina la fase de expulsión y reabre los ojos, me ve justo enfrente, más alto que él, con los brazos cruzados delante. Se pega un susto morrocotudo, se pone pálido de golpe y suelta el móvil que se estrella en el suelo.
No dije nada, pero en ese instante vi todas y cada una de las 30.000 gotitas, approx., de diversos tamaños, en preciosos tonos irisados, cargando gentilmente cada una con una media de 6.666,66 partículas virales. Contuve la respiración, aparté a Felipe con pocos miramientos, driblé el móvil yaciente, salí corriendo del ascensor y subí de dos en dos por las escaleras sin volver la vista atrás hasta llegar a mi piso mientras ya iba quitándome el chubasquero.
Al entrar en casa, a gritos mientras me desnudaba, pedí a mi mujer que me despachara con urgencia un cóctel con dos medidas de colutorio de ese verde y una medida de lejía, sin hielo por favor. Pero no me hizo NI CASO. Así que en la ducha hice gárgaras con lo más fuerte que tenía a mano, los restos de un champú azul anti-caspa que usaba yo cuando tenía pelo. Me restregué el cuerpo con el estropajo de limpiar el baño, con jabón lagarto y con mucha energía. Sólo entonces me atreví a respirar hondo. Me corté las uñas y afeité como de domingo, porque un muerto con barba y garras queda feo.
Todavía con ese regusto al Piroctone-Olamine del champú que me amargó todo el día, le conté a mi mujer el suceso y no le dio más importancia. Quiero decir que no me hizo NI CASO.
Luego leí por el interné que los 200 millones de partículas virales que levantan vuelo en un buen estornudo son suficientes para contagiar a todos los espectadores del Glorioso Estadio de mi Ciudad. También a los 22 jugadores, a los reservas, a los entrenadores y a los masajistas. Sí, y a los árbitros también, que además se lo merecen porque siempre nos pitan en contra.
Tranquilidad, pensé. Felipe será un cenutrio y un juergas, pero quizá no estaba contagiado. Yo necesitaba saber si estaba enfermo, así que empecé a espiarle por la ventana en plan la vieja el visillo para ver si salía a pasear su perro. Pero no salió en todo el día y deduje que debía estar malo porque nunca deja de sacar al bicho. Además la excusa del paseo le venía bien para fumar, el muy pecador, que lo veo a veces escondido detrás del kiosko…
Ya no dormí tranquilo. El remate fue que al día siguiente de buena mañana cuando oigo una ambulancia que se detiene justo en el portal. Será para llevarse a algún desgraciado. Bueno, o desgraciada o desgraciade porque ni siquiera en estas dramáticas circunstancias hay que abandonar el lenguaje inclusivo. Pero justo cuando iban a meter dentro la camilla identifiqué claramente la jeta-panoli del Felipe. ¡Ahora sí, soy hombre muerto!
Pero resulta que los días siguientes yo me encontraba bien, no notaba nada.
Hasta que justo a seis días desde el estornudo criminal, lo que viene a ser el tiempo medio de incubación, ¡zas!, esa mañana ya noté que me picaba la garganta. Se lo dije a mi mujer y me respondió con una sonrisa: «No seas hipocondríaco». Bueno, quien ría el último reirá mejor. Que iba a ser ella, seguro, porque yo presentía que me iba con la Covid-19.
Me tomé la temperatura cada 10 minutos, sin ningún éxito. Más picor de garganta y dolor de cabeza. Después de comer estaba agotado y me tumbé un rato. Me levanté con diarrea, otro síntoma. Mi mujer dice que será por el susto que me he llevado… Pero del susto no puede ser porque yo soy un tío súper tranqui y no me pongo nunca nervioso, que conste, ¿eh?
Cuando esa tarde sonó el blub-blub de la italiana, yo no podía oler el café: ¡Anosmia!
Volví a consultar la lista de síntomas y ahora ya los tenía todos, clavaítos, clavaítos.
Esa noche ya me notaba yo destemplado pero el termómetro ahora no iba. ¡La madre que parió a Volta, a Edison y a Henry Ford, con la puñetera obsolescencia programada!
Lo habíamos usado poquísimo, estaba bien cuidado y va el aparato y me abandona, el muy traidor. Y un desagradecido, porque era como un hijo, que lo llevábamos custodiando en el cajón junto a las tijeras de peluquero y un peine de carey que era de una tía mía, desde hace por lo menos cinco años, que ya eran los tres chismes como hermanos. Y entonces nos dejaba en la estacada justo en ese momento aciago, cuando más lo necesitábamos. Y las farmacias cerradas.
«¡Oh hado de la noche, oh sempiterna duda que me mata! ¿Tendré o no tendré la Covid?»
La duda me iba a matar, no por sí misma, pero seguro que iba a ser una comorbilidad, agravante del virus.
Me desperté de una pesadilla: estaba yo desnudo, plantado en medio de un campo cubierto de amapolas. La Parca con su guadaña iba cortando, así al tuntún, las delicadas florecillas rojas. Se me iba acercando pero yo estaba como clavado en el suelo. Cuando la Muerte estaba justo delante de mí, se levantaba el negro velo y en lugar de la calavera tradicional se me aparecía la cara-panoli de Felipe, que me estornudaba justo en la jeta.
Yo me pasaba la mano por la cara y estaba mojada. Al despertar, sudaba a chorros.
Por la mañana, mi mujer atendió mis súplicas y bajó a por otro termómetro, ¿también de pilas? «Sí, que ya te he dicho que no venden de los de mercurio». Seguro que éste tampoco iba a resistir hasta mi muerte. De momento decía 38,5º. Mi mujer, no hizo NI CASO: «Nada, décimas». Y yo: «¡Oye, que 38,5º es FIEBRE, aquí y en la China continental!»
Al final llamé al centro de salud y pude hablar con la médica de cabecera: le cuento que hace siete días que me han infectado y que ya tengo síntomas. Que sí, que sí, que es seguro, que mi vecino me estornudó en plena cara y al dia siguiente se lo llevaron al hospital. Sí, todavía puedo respirar, pero con dificultad porque estoy muy agobiado. ¿Que no me preocupe que no soy muy mayor? Bastante amable la señora, pero asquerosamente joven, estoy seguro. ¿Qué? Que me llamarán al día siguiente. ¿Y si me muero mientras tanto? La Dra. Voz Melíflua no me hace ni caso, dice que con 38,5º mientras respire normal que nada, tranquilidad y paracetamol. Sí, y pastillas Juanola para la garganta…
El termómetro nuevo tampoco iba bien porque ese día no pasó de 38º. Es que cuando todo va mal, todo sale mal. ¡Cahoentó! Caí en que quizá no me había subido más la temperatura por las aspirinas que me estaba tomando de tapadillo. Pues nada, dejé el acetilsalicílico a ver si me subía la fiebre de una pastelera vez y todos se convencían de que era verdad que había pillado la Covid esa, cosecha del 19, y por fin me hacían un poco de caso.
Más tarde el moqueo se me bajó a los bronquios y es cuando supe que iba a necesitar un respirador. ¡Pues seguro que justo ahora ya no les queda libre ni un aparato! Y ya no me daba tiempo a bricolearme uno casero a partir de la máscara de bucear del Decathlon que, por cierto, no he conseguido encontrar (otra traidora) porque debe haberse escondido en alguna bolsa, detrás de las aletas y de la crema solar.
Día siguiente, 08:00 a.m., llamaron del centro de salud. Nada, que no me preocupe. «¿Me estoy muriendo y que siga tranquilo? » Nada, que paracetamol, reposo y mucho líquido.
«¡SANIDAD PÚBLICA, SANIDAD PÚBLICA!», grita la gente. «¡JA, JA, JA!» digo yo.
Son todos unos tunantes y unos mentecatos. Y es que nadie me hacía caso. ¡Ah!, y que no me preocupe, que mi vecino lo que ha tenido es algo del corazón pero que está bien y que lo han mirado y seguro que no tiene ni ha tenido Covid, y que lo mandan para casa. Cuando me lo dijo, me quedé parado. Al cabo reaccioné di las gracias y colgué. Si no había sido Felipe, quien me había contagiado… ¡Ya sé!: solo podía ser la panadera que iba sin mascarilla porque decía que no quería espantar a los clientes. ¡Esa insensata me las pagará, por Ceres! ¡Y por imprudente también!
En ese amanecer angustioso, empotrado yo en el que iba a ser mi lecho de muerte, veo a mi mujer que saca de su mesa de noche un chisme de plástico; parece un juguete erótico pero lo veo muy raro y muy gordo. Claro, como sabe que me voy a morir, mi pareja del alma se busca una alternativa. ¡Y parecía una mosquita muerta! Me acerca lo que ahora me parece una pistola de juguete, la miro aterrado, me apunta a la frente con mucha calma, aprieta el gatillo pero en lugar de un disparo suena un bip, y ella lee en voz alta algo que debe aparecer en la culata del aparato: «Treinta y seis punto siete. Grados». Baja el arma, me mira con seria frialdad y me aclara: «Celsius, por supuesto».
Y luego se sienta tranquilamente en el borde de mi cama, apoya su mano sobre la mía y me empieza a hablar con un tono comprensivo-condescendiente que, a medida que avanza la exposición del tema, se va endureciendo con una mezcla de sorna gruesa y un atisbo de ese cariño que conozco tan bien: «Mira, tuviste unas décimas al principio pero luego, nada. Te he tomado la temperatura con este chisme varias veces cada día, mientras dormías o sesteabas. He hablado en dos ocasiones por mi cuenta con la Dra. Melíflua que dices tú. Así que déjate de virus con corona y de chorradas y ya te puedes ir levantando, te duchas, te vistes como las personas y te vas a por el pan que ya está bien de comer de ese sintético de bolsa. Ah, y si a estas horas todavía les quedan, te traes también unos brioches para desayunar».
Después de la ducha me vestí con parsimonia tratando de no perder lo que me pudiere o pudiese quedar de dignidad.
Mientras lo hacía, me pareció que se me iba aliviando un poquito el dolor de garganta. Empecé a sentirme algo mejor, pero tiene que quedar claro que yo había estado malo, malo de verdad, digan lo que digan.
Aunque, después de aquello, ya ni protesto: de todas maneras nadie me va a hacer caso…

esendraga, julio 2020

LA SONRISA DE BENJAMINA

Ella era adulta, ya había parido una vez, y ese día su cuerpo le decía que el momento de este segundo parto estaba próximo. No sentía ni inquietud ni preocupación porque tener niños era la cosa más normal del mundo. Ella sabía que a veces no salía bien, pero no era mucho más arriesgado que salir de la cueva un día cualquiera de su vida.
Aunque no solía pensar en el pasado y no tenía palabras para explicarlo, sentía algo doloroso, como si le apretaran el pecho, cada vez que recordaba que su primer hijo había amanecido muerto a su lado una noche fría en la cueva, a los pocos días de nacer. Fruncía el ceño pensando que esta vez lo haría todo mejor.

El día era soleado, en el comienzo de la época mejor del año, uno de esos días en que parece que el frío ha desaparecido de golpe y empiezan a salir las flores que anuncian los frutos del verano. Buscó un lugar discreto y lo más abrigado posible de los depredadores, que nunca faltaban. Encontró un espacio entre las rocas, detrás de unos matorrales, bastante cerca de la cueva. No tuvo que esperar mucho. Ella apretó el vientre y lo que llevaba dentro ya estaba aquí.
Hizo lo que había que hacer en estos casos y vio que era una niña. Luego miró de cerca su carita. Le llamó la atención la forma rara de la cabeza y las facciones un poco torcidas pero le urgía recuperarse, así que contenta con su niña en brazos volvió a la seguridad de la cueva.
La niña comenzó a mamar con bastante normalidad y en las siguientes semanas iba evolucionando más o menos como todos los niños. Al principio ella procuró ocultar la cabeza de la pequeña, pero la deformidad de la cara y de la cabeza eran muy visibles y, conviviendo en la misma cueva, todos se acabaron dando cuenta de la situación especial de esa niña que no fue vista con simpatía.

Ella recordaba a su hombre. Hacía dos inviernos habían perdido a su primer hijo, lo que era bastante común, pero como era también normal engendraron al poco tiempo. El pasado invierno, estando ella embarazada, salieron en un grupo pequeño a recolectar raíces. La aparición de unos gatos monteses hambrientos les hizo correr, con tan mala fortuna que su hombre y ella habían caído rodando por una pendiente, golpeándose finalmente con unas rocas. Los gatos pasaron de largo pero su hombre tenía una brecha en la cabeza por la que salía mucha sangre. Cuando ella se acercó ya estaba muerto.
Ella se pudo levantar pero, embaraza como estaba, no podía caminar de tanto dolor; los parientes tuvieron que llevarla a la cueva en brazos. Tardó días en recuperarse, pero el malestar se le fue pasando poco a poco y la gestación siguió sin más problemas.
Desde la muerte de su hombre se había sentido sola, aunque en realidad no lo estaba porque seguía viviendo con la comunidad. Pero le había quedado una tristeza especial, algo que ella no conocía.
Ahora tenía algo nuevo a que agarrarse, esa niña un poco extraña. Y es que a ella, que había perdido ya un hijo y luego a su hombre, en ese momento le parecía que su vida dependía de esa pequeña.

La niña, a la que más tarde se le pondría el nombre de Benjamina, mamaba y crecía casi como los demás niños. Pero cuando tendría que haber empezado a caminar, ella ni gateaba. Cuando otros de su edad corrían, ella ni siquiera se aguantaba de pie.
Su madre la protegía y la mantenía todo lo aislada que podía. En general, los niños que salían raros y no se desarrollaban normalmente no llegaban a crecer: si no eran capaces de desplazarse por su pie o de comer por su cuenta, simplemente acababan muriendo. Las madres se dolían en cierto modo de estas muertes, pero siempre tenían cerca otros niños sanos a quien ayudar a sobrevivir y pronto tendrían un nuevo hijo. Cualquier niño especial requería mucha atención y les quitaba demasiado tiempo, aparte de que la comida nunca sobraba.

Pasaron varias estaciones y la madre de Benjamina no toleraba que ningún macho se le acercara; intuía que tener otros niños la obligaría a abandonarla. Siendo una hembra fértil tuvo más de una pelea por esta negativa, pero ella mantuvo su postura.
Al principio algunos miembros del grupo mostraban su descontento por tener a Benjamina en la familia: no estaban acostumbrados a que su madre, una joven normal y sana, quisiera mantener a toda costa a una pequeña que no estaba bien. Era una madre que colaboraba poco con el grupo porque estaba siempre pendiente de su hija, de su seguridad, de su comida, de todas sus necesidades. La protegía, la ayudaba, la cuidaba.
Esto les granjeaba a ambas miradas y gruñidos poco amistosos por parte de la mayoría de la treintena de miembros de la familia.

Benjamina creció, ya podía caminar aunque con dificultad, y ya podía comer casi sola. Solamente tenía problemas con carnes o raíces duras que su madre le masticaba primero porque la niña tenía unas mandíbulas muy débiles.
Benjamina no se expresaba más que con algunos gruñidos y gritos, pero su madre la entendía perfectamente. De todas formas, era una niña tranquila, se fijaba en todo y estaba siempre atenta a su entorno.


Poco a poco la familia se fue acostumbrando a la situación. La niña esperaba siempre en un rincón de la entrada a la cueva y sonreía con su boca torcida a todos los que por allí pasaban; unos le hacían caso y le dedicaban un gesto amistoso, otros la ignoraban.
Varias veces les salvó de un buen susto como una tarde en que la madre bajó con varios más al llano a carroñear los restos de un bisonte que habría matado un tigre dientes de sable o un león. La niña no podía ayudar mucho, así que la dejaron sentada en una sombra. Estando todos distraídos en su tarea, ella fue la primera que se dio cuenta de la proximidad de un grupo de hienas que pretendía competir por los mismos restos. La niña se puso en pie dando saltos y comenzó a chillar, lo que dio aviso a sus familiares y desanimó a las hienas.

Benjamina tuvo suerte de crecer en unos años de clima bastante suave en que se podía conseguir comida con facilidad de forma que la familia pudo permitirse el lujo de tener una boca improductiva.
Así que llegó un momento en que Benjamina fue aceptada por el grupo casi como una más y acabó siendo cuidada por todos. Su madre se apareó finalmente y tuvo otro niño por lo que ya no podía dedicarse en exclusiva a la pequeña. Pero esto ya no era problema: cuando la niña tenía alguna necesidad y su madre no estaba cerca la ayudaba cualquiera de las hermanas mayores o de las tías como la cosa más normal. Le traían siempre algún fruto especial y le reservaban un trozo de la carne más tierna del animal que estuvieran comiendo en ese momento.

Y así fue su vida durante unas cuantas estaciones. Hasta que una noche de verano la niña empezó a sentirse mal, comenzó a gemir y a encogerse de dolor. Fue empeorando durante los siguientes días. A ratos se cogía la cabeza deforme con sus manitas y no quería salir de la cueva. Otras veces se acurrucaba, se tapaba los ojos y gemía mucho rato hasta que se quedaba dormida. Pero llegó una noche en que empezó a gemir sin parar.
A partir de ese momento dejó de comer y murió dos días después.

La muerte era algo muy habitual, estaban todos acostumbrados a perder familiares tanto jóvenes como mayores por accidente o por enfermedad, aunque en estos casos ellos no entendían qué pasaba ni por qué pasaba: pasaba y eso era todo. Pero el hecho de que Benjamina fuera diferente hizo que la tribu sintiera su muerte como algo también diferente. Ya no iba a estar a la entrada de la cueva para darles la bienvenida, con esa sonrisa inclinada en esa cara extraña que ya todos apreciaban.
La enterraron allí mismo, donde había nacido y vivido, en la sierra que más tarde se daría en llamar de Atapuerca.

Y allí mismo, más de medio millón de años después, en la Sima de los huesos, unos sapiens han encontrado su cráneo y han reconstruido la historia de esta niña que se cree murió aproximadamente a los diez años de edad.
Parece que es el primer “ser humano” conocido del que se puede decir con seguridad que fue cuidado de forma consciente y constante durante varios años por su grupo.
Los expertos consideran que una niña con craneosynostosis, una malformación craneal congénita debida seguramente a un trauma intrauterino, puede alcanzar los diez años de edad solamente si es cuidada con dedicación, y no sólo por sus padres sino por todo el grupo familiar.

Y yo añado que eso sólo es posible cuando esa niña es aceptada, querida, amada. Bueno, cuidar, amar o querer, o como se dijera en el gruñido correspondiente de la lengua hablada en aquella época y en la aquellas sierras por sus habitantes, los homo heidelbergensis, antecesores de los neandertales.

Debió ser en aquellos buenos y viejos tiempos del pleistoceno cuando nuestros abuelos empezaron a ser personas.

esendraga, octubre 2021

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Idea sacada de:

Entrevista realizada a Roberto Sáez https://nutcrackerman.com/2021/06/02/interview-for-world-of-paleoanthropology/
por Seth Chagi (World of Paleoanthropology)
https://youtu.be/_Jgmg2xRVOQ
(Ver minuto 9:30)

Información complementaria obtenida de:

EXTROVERTED

(English version of a tale I initially published in july 2020)

I’ve always been an extroverted guy. This is the way I am.
Never shy, no fear. I’m able to approach anyone, and no one said to me that this could possibly be a problem.
As a child I learned some foreign languages and I’m always willing to start a relation with all kind of people, this is why I’ve chosen my job, that we could call public relations.
I studied languages to become a professional translator, but I mostly work as an interpreter in all kind of congresses, both commercial and technical, business meetings, fairs and the like. I manage a team of very professional people and we travel anywhere our services are requested. I organize the meetings, hire the attendants that can be needed, provide drivers and cars or vans, or order caterings for some hundreds of people and all that kind of stuff. We provide everything is needed to give our customers a successful event. So I’m lucky to earn my living in travelling, meeting lots of people from around the world. I can learn lots of new things every time and I take it as a continuous challenge.

Some time ago I translated an app for a software company sitting in Vienna (Austria) and I made friends with both of the owners, especially with Matthias, a nice guy. Last January (2020) they knew I had to travel to Munich and they invited me to share with them a winter holiday, skiing in Tirol quite close to that big city I had to go. They had a cottage in the Alps near Innsbruck and I spend a few days there with Matthias and some of his friends. Fantastic days, good sport, nice people, and friendly suppers at good restaurants with quite interesting fellows.
Finally, at the end of January I had to leave for Munich to attend an important professional textile trade fair.
Everything was going fine. On the way I heard some news: Trump was dealing with his impeachment; they gave more data about climate change, and some information about an epidemic in China caused by an unknown virus. Nothing to be bothered immediately with, I thought.

Source: againstcovid19.com/singapore/cases

So I got to Munich, attended some preparatory meetings, I hired some more people, and everything was set for the event. Which went as expected, lots of visitors, good business.
But…
But when I woke up the third morning I had a heavy headache, I felt tired and had some sore throat.
May be last week in the snow with sudden temperature changes had affected me.
Ok, nothing new, no problem: a couple of Aspirines and a double cup of black coffee made me some effect. The event was a success and I had a lot of work. I accompanied two different VIP groups through the stands. I had to deal with the staff about some issues and I talked to dozens of people. At noon I felt weak again, but I rested for a while in an empty room to recover. I had more Aspirins, more coffee and a special ginger beverage a nice waiter gave me for my throat. And so I could pass the afternoon.
Next day I felt really ill. I let business in the hands of a colleague, changed my plane ticket and went back home as soon as I could.
Alone at home I suffered a nasty sickness for a few days and took all the pills we use to have when a cold comes without invitation. As a plus I drank all the orange juice that I could hold.
Heavy flu, I thought. I almost ate nothing that week, but I survived.
One day a colleague in translation works called me to talk about a new project, but as I told him about my situation he came at first trying to help. When I told him about my “flu” he explained to me about a paper he had just translated. It was about a novel coronavirus and he was sure my illness was Covid-19. He opened all windows in my apartment and stood apart from me. He brought me some supplies and helped in a basic cleaning up. Good guy, I owe him one.
Before leaving he made me call to the nearest medicine center and tell them my case: where I had been, how I had felt and so on. Next day they came, took some samples from my nose (nasty thing) and they told me the results would be available in a couple of days. And over all they asked me to stay home in the while.
That very afternoon I had a call from a German sanitary service, I don’t remember the exact name. I had to explain my activities in the fabric meeting, the people I met there, where I had been before. The names and telephone numbers of the persons I had been in closer contact, which planes or trains I had taken, etc, etc.
When they realized that I had been in close contact with dozens, perhaps more than one hundred people, they stood silent and I heard through the line a quick typing. In all, more than half an hour questioning.
No need to wonder about the results of my analisys: at that time I was pretty sure it was Covid. Probably I got it during my snow holidays, and probably I had passed it to someone in Munich. What a disaster!
Just that weekend the Spanish government issued the orders for a close down in the whole country.
At that time I was cured but I could do nothing. I called Matthias in Vienna to ask him.
He had suffered a light flu but he was OK. On the contrary Erika, one of our friends, had Covid and had been in a hospital. I called her and I was happy to know that she was almost recovered. But her father was really ill in an intensive care area. A friend of her family had died the day before. Wow, that was a serious affair!
May be I got Covid-19 from her. Never mind…

This was really a terrible situation, and as I felt better I began to read the news and watch some TV.
Having been confirmed I had had Covid, I received two more calls from a medical institution in Austria, asking me for more details.
Well, it seemed to me that I was just one of the thousands of Covid-19 affected people. So then, how come so special interest in my case?
The friend who so gently helped me when I was ill sent me a copy of a new scientific paper he was working in, about contagion mechanisms and how the SARS-CoV-2 came and infected Europe. It seems that “super spreading events” were key in the expansion of contagion. Cases in north of Italy and winter holidays in Tirol had contributed to the expansion of that new virus. The paper even mentioned the textile professional fair in Munich.
What a coincidence!
But when I read about “super-spreading” individuals, I got shocked, and didn’t slept that night.
Next day I read again the paper and I remained fixing one of the graphs for a long time. The drawing shows a small dot in the center, and a lot of thin lines expanding from it. Each line connects with other dots most of them having no further connections. But some of the dots are connected to a lot more, like little stars beaming rays everywhere. Each of those points representing a super-spreader.

No one has blamed me. No one has accused me. So far…
But I bet I’ve been one of the big stars in the middle of that graph. May be the bigger one in the center.

I had never expected that being extroverted was so bad and so dangerous…
My mamma never told me.

(By the way: I write this lines under a pseudonym, in case someone is looking for me)

esendraga, July 2020.

SÁBADO POR LA MAÑANA

Se encuentran casi siempre en viernes, muchos viernes.
Bueno, en realidad, todos salvo que alguno de los dos tenga un compromiso ineludible.
Viven a muchos kilómetros uno de otro, sus jornadas de trabajo son bastante absorbentes y en días laborables es muy raro que tengan tiempo para verse, de forma que su relación es prácticamente de fin de semana.
Los dos esperan con ilusión los días de reencuentro que abordan sin un plan concreto.

La semana pasada estuvo ella de viaje de trabajo y no pudieron reunirse, así que este viernes tenían muchas ganas de verse.
En casa de él, empezaron tomando un té, animado con charla sobre sus respectivas novedades, combinada con diversos abrazos y besos. La tarde acabó con los dos desnudos sobre el sofá.
Cuando recobraron la compostura, pusieron música de fondo pero como ya hacía calor, siguieron con su charla tal como estaban.
Llegó un momento en que la noche fue cayendo y les entró hambre. Él sacó unos platos fríos que tenía preparados de antemano, cosas sencillas que tomaron con ganas y acompañaron con un poco de vino blanco semi-dulce, bien fresquito. Puede sonar un poco cursi, pero a ninguno le gusta el tinto, por la sencilla razón de que tiene que haber gente para todo.
Empezaron a ver una película que alguien les había recomendado, pero a mitad se dieron cuenta de que no era gran cosa y acordaron que no merecía la pena perder más tiempo.
Mientras comentaban la peli, uno miraba al otro y el otro al uno. Y ya se sabe que lo que se ve, se toca. Y tal como estaban de accesibles, volvieron a entrar en contacto y, con un par de paradas por el camino, llegaron a la cama.
Al final, no se durmieron demasiado tarde: la semana había sido dura y las últimas horas habían resultado bastante animadas.

Ya había amanecido cuando él despertó. Tenían la persiana abierta y empezaba a entrar el sol, de forma que se levantó a cerrar un poco. Ella dormía despreocupada, destapada casi del todo, un brazo hacia arriba junto a su oreja, la otra mano apoyada sobre su propio abdomen.
Se la quedó mirando un rato.
Le gustaba tanto que a veces pensaba que la quería en el sentido convencional ese del “querer romántico”. La verdad es que no le importaría vivir con ella siete noches a la semana en lugar de dos, una o ninguna, como hasta ahora. Pero mirándola dormir, dudaba si su presencia continuada no les quitaría esa ilusión que les hacían ahora sus encuentros.
Se tumbó a su lado. Estaba preciosa, con su pelo cortito y su perfil casi perfecto.
No quería despertarla, pero no lo pudo evitar y empezó a acariciarla suavemente: su mejilla, su cuello, su brazo extendido, su costado. Ella seguía tan relajada.
Acarició su vientre y siguió bajando un poco más. Ella reaccionó levantando el otro brazo hacia arriba como para dejar más campo libre. Él pensó que se iba a despertar y desperezar, pero ella seguía ojos cerrados y respiración acompasada.
Su cuerpo seguía reaccionando favorablemente a los avances que él iba haciendo, pero parecía dormida aunque él intuía que lo estaba fingiendo. Por una parte él hubiera querido que despertara abiertamente para seguir el juego, pero por otra se la veía tan tranquila y relajada…
De forma que se fue acercando poco a poco, muy suave muy suave, hasta un acercamiento total. Llegó un momento en que el cuerpo de ella empezó a tensarse, a arquearse poco a poco y cada vez más, hasta llegar a un máximo, momento en que se relajó de golpe con un pequeño gemido.
Cuando él volvió a su lado y recuperó el aliento, ella se giró de costado; él no le veía la cara pero su respiración era muy profunda. ¿Era posible que no se hubiera realmente despertado durante todo ese rato?
Él esperaba que de un momento a otro ella se giraría hacia él, abriría los ojos y le regalaría una amistosa sonrisa.
Pero nada, ninguna reacción. Esperó un buen rato.
Nada.
En realidad no tenían ninguna prisa y el plan para el sábado estaba abierto al menos hasta la tarde, en que irían al teatro.
Pues parece que estaba dormida de verdad…
Le empezaba a preocupar haber tenido esa relación si realmente ella estaba dormida. Entre ellos, viejos amigos aunque amantes desde hace solo un par de años hay confianza total, pero haber tenido él la parte activa si ella no era consciente le ha dejado inquieto.

Al fin se ha levantado y ha estado un rato mirando por la ventana. Todavía la bruma difumina las montañas que se ven al fondo.
Luego ha preparado café y ha puesto pan a tostar. Mientras empieza a disponer la mesa en la terraza de la cocina aparece ella con cara de sueño:
—¿Ese pan tostado que se huele es por aquí?
Se abrazan brevemente, como un “buenos días” en mitad de la cocina y continúan preparando el desayuno.
—He dormido como una marmota. Duermo mejor en tu casa que en la mía, debe ser el silencio que hay por aquí.
Una vez sentados, mientras ella pela con parsimonia una manzana él la mira con disimulo.
Ella al sentirse observada:
—¿Qué te pasa esta mañana que me miras un poco raro?
—Nada. ¿Has dormido bien, estás bien?
Ella le mira con extrañeza:
—Ya te he dicho que estupendamente, que siempre duermo bien aquí, en tu casa, a tu lado. ¿Qué mosca te ha picado?
—No, por nada…

Ella no tiene prisa y sigue con su manzana, y luego con su pan tostado con aceite y un poco de jamón. Y después con su café con leche. Él come poco y parece pensativo todo el rato. Desde la terracita se ve un trozo de campo y todavía queda bruma frente a las montañas.
—¿Y tú?, parece que no has dormido bien…
—Sí, sí, bien, muy bien, no te preocupes…
Ella propone salir a correr un poco por el campo, él se muestra conforme y empiezan a recoger los cacharros del desayuno. Pero él no está atento a lo que hace y empuja sin querer una de las tazas, que se hace añicos en el suelo de la terraza.
Ella lo mira. Él está descolocado, con la taza rota a sus pies. Tiene como un peso en la nuca y mira hacia abajo, no sabe qué hacer, no sabe qué decir.
Sin mover los pies para no pisar los tiestos y sin levantar la mirada, empieza:
—Oye, te tengo que contar una cosa…
—¿Si?
—Que esta mañana me he despertado… Y tú estabas dormida…
Ella se acerca y él calla. Lo observa un momento, le toma la cara entre las manos y lo obliga a mirarla de frente. Cuando él levanta la mirada ella le sonríe:
—¡Serás tonto, claro que estaba despierta, al menos la última parte!
Cuando ella comprueba en sus ojos que él ya se ha enterado bien de lo que le ha dicho, le planta un beso de presión tan fuerte y tan prolongado que los labios de ambos están blancos cuando al final ella se separa resuelta y se dirige hacia la escalera que sube a las habitaciones.
—¿Sabes que te digo? Hace calor y me voy a duchar. Podemos recoger esto después, ¿no?
Sin detenerse, lo mira de reojo y añade:
—¿Te vienes?
El cerebro de él tarda justo tres segundos en procesarlo todo y dar orden a sus piernas para saltar por encima de la taza rota y subir detrás de ella, ya ligero, hacia el cuarto de baño.

esendraga, marzo 2021

(Fotografía: escultura del Museo de Cerámica de Alcora)

EL PINCHO-BOLA

Había una vez un pueblo de gente trabajadora, pero divertida.
Y tenían un deporte favorito, el pincho-bola. Desde la más tierna infancia todos practicaban esta bonita modalidad de juego deportivo que requiere una combinación de habilidad, coordinación, velocidad de reacción, fuerza e intuición. Es poco conocido a pesar de tener efectos muy beneficiosos tanto para la salud mental y para la física, así como por favorecer las relaciones interpersonales.

Otra ventaja es que se puede jugar de forma individual, por parejas o por equipos de cuatro. En ese pueblo lo practicaba casi todo el mundo, más como juego social que como mera competición deportiva.
Dicen que el pincho-bola lo inventó algún nativo del pueblo hace muchos años, antes de la guerra, según parece.
Tiempo después se empezó a hacer popular y llegó un momento en que todo el mundo participaba, hombres mujeres, niños, jóvenes y adultos: algunos con ánimo de ganar, pero la mayoría sólo por el juego y la diversión.

En el buen tiempo, por las tardes, se podía ver a grupitos de vecinos practicando pincho-bola en el parque y los sábados se celebraban partidas en el centro de la plaza.
Los niños se iniciaban en el colegio, pero también jugaban en las calles durante las vacaciones.
Este pueblo tenía fiestas en primavera y en otoño, como todo pueblo que se precie. Y ya os imaginaréis que la actividad estrella de todas las fiestas eran las PARTIDAS DE PINCHO-BOLA. Bueno, y las verbenas que había por las noches, que también tenían mucho éxito, pero esto es otro tema y tiene otras motivaciones.

En este colegio donde ahora estoy, niños y niñas entrenaban y competían juntos. Y en las partidas de los sábados tampoco se hacían distingos. Este deporte tiene la virtud de que, a priori, ninguna característica que pueda tener un jugador le otorga una ventaja definitiva. Por ejemplo, la falta de fuerza física puede suplirse con habilidad o con una mejor intuición. La velocidad de los niños puede ser compensada por la mayor experiencia de los ancianos.
De todas formas lo más frecuente era que en las grandes ocasiones ganaran los jóvenes varones sobre los niños y los más mayores. Pero esto era así más debido a su empeño e intenso entrenamiento que a sus características de fuerza y juventud.
Había temporadas en que salía muy hábil alguno de los pequeños y les sacaba ventaja a todos los demás. Como caso extremo, me cuentan que hubo un abuelo que hasta muy mayor, mientras tuvo ganas, quedaba siempre en los mejores puestos.
En general a las niñas también les gustaba jugar, como a todos, pero sólo algunas se interesaban por la competición en sí. La mayoría prefería la mera diversión.

Las partidas eran relativamente equilibradas, salvo en aquellos años en que aparecía algún jugador especialmente bueno, como el caso de una jovencita que durante varios años fué la indiscutible número uno.

Inmediatamente después el mejor fue, durante varios años, un tal Juanito, que era nieto de ese señor que he comentado que jugó hasta la ancianidad. Juanito no sólo tenía muy buenas aptitudes, sino que tomó tanto interés en el juego que durante varios años fue el mejor de todos. Jugaba bien tanto en solitario como en equipo. Y encima era un tipo simpático. Y generoso en las partidas por equipos.
La vida seguía plácida en el pueblo y se jugaron buenísimas partidas que muchos todavía recuerdan. Me cuentan de un sábado en que la partida se alargaba tanto que, de repente, jugadores y espectadores se dieron cuenta de que no podían seguir jugando. Y es que se había hecho de noche, pero estaban tan concentrados que ni se habían dado cuenta.
Pero fue en esa época cuando la hija del alcalde se empeñó en complicar las cosas. Había estado un verano en un campamento y volvió contando que en todos los deportes jugaban por separado chicos y chicas, hombres y mujeres. La gente pensó inicialmente que era una tontería pero al final la mujer del alcalde, a quien este había adjudicado la función de presidenta de facto de una federación inexistente, aprobó la moción y se comenzaron a hacer partidas separadas. El factor de cohesión social que tenía el juego se resintió y las partidas se volvieron más competitivas y menos divertidas. Pero la gente se acabó acostumbrando a que hubiera dos campeonatos que, sin ser tan interesantes como los unitarios, mantuvieron viva la afición.

Juanito en los chicos ganaba casi siempre y en las chicas la hija del alcalde.
Pero Juanito creció y marchó del pueblo a estudiar al otro lado del mundo.

Las cosas se mantuvieron más o menos igual hasta que años después, un buen día, el ausente Juanito acabó sus estudios y volvió al pueblo para instalarse y desarrollar aquí una empresa que él mismo había creado.
Como le seguía gustando del pincho-bola y a su vuelta faltaba poco para las fiestas, pensó en recuperar su afición y quiso participar como antes.
PERO…

Resulta que a pesar de que en esos años fuera del pueblo sus cualidades como jugador de pincho-bola no habían disminuido, el muchacho había experimentado un gran cambio en otro aspecto. En su periplo vital había venido a tomar conciencia de que no le gustaba ser varón. Prefería ser considerado como mujer, ya que decía se identificaba más con la idea que él tenía del género femenino.
En el pueblo a todo el mundo se le daba una higa cómo se sentía Juanito en su cosa sexual, que es algo muy personal e íntimo, mientras fuera igual de simpático y buen jugador. Así que aceptaron sin cuestionar su petición y nadie puso pegas en llamarle Clara-María a partir de entonces.
¡Como si a alguien le tuviese que importar que cada quien se sienta como le plazca!
Hasta aquí todo bien, todos tan contentos y Clara-Maria encantada con la buena acogida a su nuevo look y a su nueva empresa.
PERO…

En los campeonatos de las fiestas, Clara-María tuvo que elegir y se apuntó en las partidas de las chicas siguiendo su natural inclinación. Todo el pueblo apreciaba a Clara-María como a un/a viejo/a amigo/a que era, pero unos decían que tenía que jugar con los chicos que había sido su sitio de siempre. Pero otros insistían en que las nuevas reglas eran así, y que tenía que jugar con las mujeres que era su situación actual.
La bronca fue general por este embrollo en el que la pobre Clara-María no decía nada, pero el pueblo estaba enfrentado en dos bandos sobre este tema y ella estaba entre dos fuegos.
Llegaron las fiestas sin acuerdo y, con todos cabreados, se suprimieron los campeonatos ese año.
A partir de aquí el pincho-bola empezó a bajar de popularidad hasta que quedó abandonado.
De esto hace unos años y el curso pasado me contaron la historia, la triste historia de ese estupendo deporte en este pueblo.

Soy el maestro de la escuela, he aprendido a jugar al pincho-bola y me encanta. Además le veo mucha aplicación pedagógica. Así que he organizado partidas durante los recreos y la chiquillería le está cogiendo el gusto.
Los pequeños no conocen la historia que os he contado y juegan todos juntos sin problema, al igual como sus abuelas, sus abuelos, sus padres y sus madres hicieron durante lustros. Ellos se lo pasan bien, mejora el ambiente en el cole, hacen sano ejercicio y durante los recreos dan menos la lata.
Ahora, viendo cómo juegan y se divierten, estoy pensando en las mil maneras que tenemos los humanos de hacer tonterías y estropear las cosas.

Aunque nací en otros pagos donde nadie tiene ni la más remota idea de qué pueda ser el pincho-bola, espero que la chispa de este encantador e igualitario juego prenda en los jóvenes y se pueda recuperar este gran tesoro.
Y a ver si podemos evitar que la tontuna de algunas gentes lo vuelvan a estropear.

esendraga, febrero 2021

HUELLAS

Marchan los tres por la orilla de la laguna, uno detrás de otro. El sol está bastante alto y ya calienta.
El mediano de los tres observa lo profundas que son las huellas que dejan en el limo las pisadas del grande, que le precede.
Mira hacia atrás y comprueba que él también deja huellas, más pequeñas y no tan hondas. El pequeño, que cierra la formación, juega mientras avanza. A ratos intenta ir colocando sus pequeños pies en las pisadas que van dejando los dos que le preceden. A veces tiene que dar saltos hacia adelante para llegar a la siguiente huella porque sus piernas son mucho más cortas.

(Foto tomada del blog https://nutcrackerman.com Antiguamente esta zona era la ribera de una albufera)

De repente el mayor se detiene y les hace un gesto para que se paren también, como imponiendo silencio y ordenando estar alerta.
El mediano levanta instintivamente la nariz y mira hacia las dunas. Con el olfato no percibe ninguna señal de alarma. Para ver mejor tiene que cucar los ojos porque tienen el sol casi de frente. En esta zona, que frecuentan a menudo, suele haber huellas de jabalíes y ciervos. Alguna vez han visto las de algún gran felino pero en este momento no ve nada peligroso. Luego mira hacia el cielo y no parece haber rapaces en lo alto. Pero cuando mira hacia adelante ve dos ciervos que han bajado a beber a la orilla, bastante lejos de ellos. Él todavía no es un experto, de hecho todavía se le considera un niño y no le dejan llevar lanza, pero está seguro de que a esta distancia y teniendo que correr sobre barro no tienen ninguna posibilidad de cazar a alguno de ellos.

(Foto copiada del articulo de Jorge Molina en https://www.elmundo.es/andalucia )

Se da cuenta de que el grande ha pensado lo mismo porque reemprende la marcha, aunque de forma más silenciosa y con la lanza preparada. Él se gira para asegurarse de que el pequeño ha entendido las indicaciones. Éste se ha adelantado y, puesto a su lado, intenta imitarlo. Él no sabría expresarlo con palabras, pero ver la actitud del pequeño, tan atento, le da una sensación de satisfacción y esboza una sonrisa.
El grande sigue en cabeza y parece concentrado en avanzar sin ruido.

El mediano recuerda la noche anterior, antes de puesta de sol, cuando el grande se vistió con su plumaje de buitre y se pintó la cara y el pecho. Al mismo tiempo que el sol se ponía por un lado, salió la luna llena por el otro y todos los grandes, en grupo, subieron a la cornisa con sus mejores galas para mostrarse, bailar y cantar. Lo había visto muchas veces, pero siempre le impresionaba. Todos los grandes de la familia con sus plumajes extendidos bajo la luz de la luna formaban una imagen muy poderosa. En su grupo no existe el concepto de belleza, pero sí identifican claramente el sentimiento que produce. Sobre todo si disfrutan de ella en compañía.

Cuando llegue la próxima primavera él también será uno de los grandes. Entonces buscará y cazará el mayor buitre que haya en toda la zona para hacerse su propio plumaje de fiesta. Y podrá bailar en la cornisa con todos los demás.

Esta mañana han salido temprano hacia la laguna. Las noches son todavía muy frías y por eso ahora les resulta muy agradable notar el sol sobre la piel mientras van a buscar cangrejos. Los dos ciervos los han detectado desde lejos y se han retirado, pero con parsimonia. El mediano ha alargado un poco el paso para ponerse a la altura del grande que se relaja y baja la lanza. Le ha preguntado que dónde van a encontrar cangrejos. El grande ha respondido con un gesto indicando que más adelante.
Llevan colgados dos zurrones de piel de ciervo, uno cada uno, que esperan llenar con algo bueno a lo largo del día.
Van rastreando con un palo todas las irregularidades en la arena y no hay cangrejos.
Han llegando hasta el extremo de esa pequeña playa y no hay rastro de nada animal o vegetal que sea comestible para poder llevar a la familia.
El grande está pensativo, pero al momento toma la decisión de continuar porque no van a volver de vacío. Dice a sus acompañantes que van a ir hasta el agua grande a coger almejones. El mar está lejos y al mediano le da un poco de miedo esa agua grande siempre subiendo y bajando en la orilla. A diferencia del agua pequeña la grande no está quieta, se mueve continuamente, arriba y abajo y te arrastra si no estás atento. Ellos no tienen nombre para eso, pero se parece al movimiento de la hierba crecida cuando hay viento.
El mediano se da cuenta de que el grande le está mirando, a la espera de su conformidad. Afirma de inmediato con la cabeza, aunque mira hacia el pequeño con duda. Pero lo piensa mejor y emprende la marcha el primero para mostrar su decisión.

El mediano está acostumbrado a entrar en el agua pequeña, ha aprendido a cerrar la boca, abrir los ojos y nadar bajo la superficie, aunque a veces pasa bastante frío. Cuando se sumerge se acerca al fondo, mira con atención y saca cangrejos, cuando los hay. Pero al agua grande ha llegado pocas veces y nunca ha buceado.

Sabe que será una caminata larga, pero le hace ilusión coger almejones y no sólo por lo buenos que están. Con las conchas grandes se hacen cuchillos muy afilados y hoy él quiere buscar la concha más grande, porque le hará falta un buen cuchillo para cortarle el plumaje a ese buitre que tendrá que cazar. Lo ha visto hacer a los grandes y cree que él mismo lo podrá conseguir, si tiene un buen cuchillo. El pequeño no es consciente de la caminata que le espera y les sigue mientras suben y bajan dunas en dirección hacia el mediodía. Paran para beber agua en un riachuelo que encuentran a su paso y siguen camino.

El sol está casi arriba del todo cuando llegan al agua grande. El pequeño se ha quedado un poco rezagado al cruzar la última duna, pero no hay peligro en esta playa y los dos mayores se han adelantado un poco.
Y se ponen contentos porque el agua grande se ha retirado dejando al descubierto una buena porción de terreno donde se alternan arena y rocas. Y esta zona húmeda les ofrece cangrejos, lapas y varios tipos de almejas. También erizos. Almejones a la vista hay pocos y son pequeños, porque los grandes están bajo el agua.
El pequeño les alcanza, cansado, mientras ellos dos empiezan a recolectar. Van haciendo un montón sobre una roca grande y plana.
El mediano dice que quiere coger un buen almejón, y el grande lo mira y ya sabe para qué. Dejan al pequeño a su aire, comiendo almejas pequeñas y van hacia el agua, que hoy está muy tranquila. Se sumergen y van llenando poco a poco los zurrones. El grande saca un almejón enorme y se lo ofrece al mediano. Éste se lo agradece con una sonrisa y lo guarda en su bolso.
De vez en cuando miran hacia la orilla para ver qué hace el pequeño. Al rato ven que se ha cansado de comer y ahora corre persiguiendo a unos pajarillos de patas largas que corren por la playa.
Más tarde lo ven tumbado sobre la arena, seguramente se ha dormido.

Siguen distraídos en su tarea y cuando tienen los zurrones casi llenos, escuchan gritar al pequeño. Miran y lo ven dando saltos alarmado. Pero aunque no ven ningún peligro aparente, salen hacia la playa.
A medida que se acercan se dan cuenta de que el mar está subiendo y empieza a cubrir todo ese trozo que encontraron descubierto al llegar. Y sube muy rápido, como queriendo recuperar todo su terreno.
Cuando alcanzan corriendo la roca donde habían dejado la primera recolecta, les da tiempo a coger casi todas las conchas antes de que el agua la cubra y se lo lleve todo.
El grande ya sabía que esto pasa a veces, pero están sorprendidos por la subida tan rápida del agua y, un poco atemorizados, se retiran deprisa hacia la playa. El mediano en su carrera da un tropezón con una roca y se cae. El corte que se hace en la pierna es pequeño pero duele mucho. Él se ha hecho otras heridas anteriormente y nunca le habían dolido tanto. El grande le dice que es por el agua grande, que duele en la carne.
Se sientan a distancia prudencial para reponerse del susto. Luego comen hasta hartarse y seleccionan lo que se van a llevar. Quitan todos los caparazones que pueden, para aligerar la carga y llenan bien los zurrones. Ellos están ahítos pero cansados, y como tienen toda la tarde para regresar, se tumban y dormitan un rato con el pequeño acostado entre ellos.

Este niño es uno más de los muchos que hay en la familia. Pero por algún motivo, para ellos dos, este pequeño es especial. Es hijo de la misma mujer que el mediano, la mujer con la que el grande siempre estaba. La familia, mayores y pequeños, duerme toda junta al fondo de la cueva y cada uno se pone donde quiere; pero el grande y esa mujer siempre se buscaban y acababan uno junto al otro.
Entorna los ojos frente al sol y las luces que ve a través de los párpados le recuerdan los amaneceres de verano en la cueva. Eso le hace recordar los dibujos que hay en una de las paredes y que al mediano le gusta mucho contemplar. Representan a dos ciervos enfrentados por varios cazadores y no sabe quién los ha podido pintar, porque estaban allí desde que él es capaz de recordar. Siempre procura dormir junto a la pared de enfrente de forma que, en cuanto amanece, él abre los ojos y puede ver cómo las figuras van siendo visibles poco a poco a medida que la luz del sol entra en la cueva. Cuando ve los ciervos y los cazadores siente lo mismo que esta mañana cuando han tenido a dos de verdad delante de ellos: alegría y ganas de salir corriendo a darles caza. Cuando deje de ser niño perseguirá a muchos con su lanza y será tan fuerte y tan rápido que no se le escapará ninguno. Y entonces, un día, preparará pasta con la tierra de esa colina roja que hay al final del llano y en la otra pared de la cueva buscará un buen sitio para pintar más animales y más cazadores.

La boca de la cueva abre hacia levante, y desde ella se ve, justo debajo, una pequeña explanada y más allá aparece una gran extensión de bosque y, a lo lejos, hacia mediodía, las dunas que parece que no acaban nunca. Cuando hace buen tiempo pasan sus ratos de ocio en la explanada. Aunque no descansan mucho porque siempre hay que buscar comida. Y también hacen falta pieles para abrigarse y para hacer zurrones para la caza y bolsas para subir el agua desde las fuentes que hay al pie del monte.

El mediano con los demás pequeños, suele ir de caza o de excursión con los mayores de la familia, con cualquiera de ellos. Pero cuando puede elegir, busca a este grande para ir con él, para seguirle, para imitarle, para aprender. Ahora está recordando una vez que le persiguió un jabalí; recuerda la sensación de peligro, el susto, la carrera desenfrenada. Pero también recuerda cómo el grande le agarró del brazo en el último momento y lo apartó del camino del enorme animal…
Con la respiración alterada por el recuerdo de la carrera nota que ahora también le toman del brazo y lo sacuden.

El grande los ha despertado porque es hora de volver. La herida de la pierna del mediano se ha secado y no le duele ni molesta.
Se coloca cada uno su zurrón y empiezan el camino de vuelta. La ruta que sigue el grande no es la misma que al venir y el mediano intenta memorizar este nuevo camino.
Al principio el pequeño les sigue sin problema.
Pero cuando se acercan a la laguna, el sol ya no está tan alto y el pequeño empieza a quedarse rezagado. Se ve que se esfuerza, pero está agotado.
Paran en la orilla y el mediano se da cuenta de que están volviendo por el otro lado del agua pequeña. Supone que es más corto. Lo recordará para cuando venga otra vez.

Ahora el sol está más bajo todavía. Y antes de retomar el camino, el grande coge los zurrones y se los coloca los dos a cuestas, uno a cada lado. El mediano lo mira sorprendido, pero el grande le señala al pequeñajo y él comprende.

Al rato el niño se ha dormido sobre su espalda. Él mismo también está cansado, pero no le disgusta la carga que lleva. Tampoco tiene en su lengua una palabra para nombrar ese sentimiento, pero le agrada notar que el pequeño confía en él. Que confía tanto como para abandonar su cuerpo y su suerte en sus brazos.
Por el camino se cruzan con un grupo enorme de uros que van como ellos, de ruta.
Están bastante lejos, pero ellos se paran detrás de unos arbustos, como precaución. Aunque los uros sólo comen hierba, son peligrosos si se enfadan, así que es mejor no cruzarse en su camino.

Llevan andando ya mucho rato, el grande sigue abriendo la marcha, con sus dos bolsas, y se ve que ya le representa un esfuerzo caminar con todo ese peso. No es muy alto, pero es ancho y fuerte, acostumbrado al trabajo duro y al sufrimiento. Es necesario llegar a la cueva porque es demasiado peligroso pasar la noche fuera. Cualquier animal puede percibir desde lejos el fuerte olor a mar que desprenden y sentirse tentado de ir a buscarlos. Por no hablar del frío que ya empiezan a sentir.

Además, les estará esperando toda la familia y ellos llevan para todos unos estupendos almejones, cangrejos y otras conchas con carne que también se come. Pero uno de esos almejones, el que tiene la concha más grande, se lo reserva el mediano para sí. Se lo comerá con cuidado porque su concha es para ese cuchillo que necesitará pronto.

El mediano siente un pinchazo dentro cuando recuerda que ahora, entre su familia, ya no está la mujer, la madre, la suya y la del pequeño que lleva al hombro.
Hace varias lunas, ella estaba gorda de un nuevo niño, y bajó con un grupo a coger agua y de paso buscar algunos frutos o raíces. Mientras tanto él se quedó en la explanada preparando unas trampas para pájaros. El grupo tardó mucho en volver, más de lo normal. Y cuando volvieron, casi ya de noche, regresaron todos, menos ella. Los que llegaban le miraban a él de una forma extraña.
Buscando respuestas miró al grande, que venía rezagado y vio que iba como encorvado y mirando al suelo; sin levantar la cabeza se acercó a la cornisa y se sentó separado del grupo. Era algo muy normal que alguien no volviera, había peligros por todas partes y los accidentes eran muy frecuentes. Pero para el mediano dejar de tener cerca a la mujer le parecía extraño. Le dolía su ausencia más que si le hubiera caído una piedra en la cabeza. Más que cuando le mordió el lagarto en el pie.
Ella se ponía muy contenta cuando le veía regresar y él se alegraba tanto de volverla a ver. Ahora los demás también se pondrán contentos al verlos regresar, pero él siente que no es lo mismo si no está ella.

Cuando oscurece han llegado ya a terreno conocido y siguen la marcha con cierta tranquilidad aunque haya poca luz.
El sol se ha ocultado, pero antes de que el cielo por el lado de poniente pase del azul oscuro al negro, empieza a salir por levante una luna enorme.
Están ya muy cerca de su cueva, pero se detienen un momento para tomar fuerzas que necesitarán para subir la última cuesta. Y miran cómo esa luna brillante va saliendo poco a poco hasta que se ve el redondel completo. Cada vez les ilumina con más fuerza hasta que llega un momento en que casi parece que sea de día.
El grande está tranquilo porque es pronto para que salgan los lobos en esta zona. Y siendo ellos tres individuos, no cree que los gatos monteses que rondan por allí les vayan a atacar.
Han tenido suerte: la jornada ha sido muy larga, pero han encontrado buena comida para la familia, y están de vuelta sanos y salvos. Cansados, pero con la barriga y los zurrones llenos.
En cuanto lleguen harán un gran festín y entre todos comerán lo que ellos han traído. No guardarán nada, porque en la familia se cree que el mejor sitio para guardar la comida que sobra es la barriga de los hermanos.

Cuando van a ponerse en marcha para el último tramo el pequeño se despierta y está un poco adormilado todavía. Pero al ver la luna se pone a bailar, imitando lo que la noche anterior vio hacer a los mayores.

El grande emprende con energía la última cuesta cargado con sus dos bolsas, mientras que el mediano y el pequeño le siguen a poca distancia, tomados de la mano.
Ya están en casa.

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Ellos no pueden saber que las huellas que han dejado impresas en el limo del «agua pequeña», se secarán. Ni que en pocos días serán cubiertas y rellenadas por la arena de las dunas y que luego todo eso se solidificará conservando para el futuro la forma que sus pies tenían esa misma mañana.
Sin ser conscientes de ello, confían en que sus hijos y los hijos de sus hijos seguirán buscando almejones, cazando lo que puedan y huyendo de los depredadores. Que algunos pintarán más dibujos en otras cuevas y otros inventarán nuevas palabras para designar a muchas de las cosas que ahora no tienen nombre.
Pero no saben que su linaje, por una serie de desgraciadas circunstancias, acabará desapareciendo pasados unos miles de años.
Ni se pueden imaginar que cien mil veranos más tarde gentes muy parecidas a ellos encontrarán sus huellas y luego, como un mero pasatiempo, como quien pinta unos ciervos en la pared, fabularán con ligereza sobre cómo ha sido su jornada de hoy.

esendraga, febrero 2020

Referencias:

  • La idea surgió de lo leído en este blog de Roberto Saez @robertosaezm, muy interesante por otra parte:
    “El número mínimo de individuos es tres: al menos un niño, un adolescente o adulto pequeño (entre 1,20-1,50 m de estatura) y un adulto más grande (entre 1,50-1,90)”
  • Los “almejones” son de la especie “Callista Chione” de los que se han encontrado restos en excavaciones neandertales. Algunas transformadas en afilados cuchillos.
  • En algunas excavaciones se han encontrado huesos de buitre con marcas de herramientas que se supone fueron usadas para despellajar al ave, que por otra parte no es comestible. Se cree que para recuperar su plumaje con fines decorativos.
  • Y como información complementaria varios artículos de la BBC:
    https://www.bbc.com/mundo/noticias-51130250
    https://www.bbc.com/mundo/noticias-43164892

UN VECINO DE TODA CONFIANZA

Hace dos días que ha vuelto a su casa, después de algo más de tres años de ausencia.
He preguntado a otro vecino y me ha dicho que al parecer lo han soltado porque está muy enfermo.
Da igual, enfermo o no, esta mañana ha bajado a la planta baja por última vez.
Me he hecho el encontradizo en el descansillo del primero, mientras él bajaba por las escaleras con la cabeza gacha. Me he asegurado de que no había nadie a la vista y solamente le he tenido que poner una leve zancadilla.
Espero que cuatro metros y veintiún escalones sean suficientes para acabar con ese viejo enfermo y culpable.

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Eran los primeros días del verano, yo daba vueltas en la cama sin poder dormir y sólo deseaba que me llegara un poco de aire fresco desde la ventana abierta.
Me sobresaltó el lloro repentino de un niño, un llanto desgarrado, que venía seguramente de otra ventana del patio de luces. Pero era raro porque en esta escalera no había entonces parejas jóvenes con niños. Éramos pocos vecinos, todos gente de cierta edad, y nunca había oído que vinieran nietos de nadie.
Me levanté enseguida para ver qué pasaba, pero antes de que yo me pudiera asomar el llanto cesó de golpe y oí cerrarse una ventana. Pensé que, en un niño, ese llanto tan desesperado no dura solamente cinco segundos ni se detiene de repente. Quizá era una televisión o algo así y habían cortado el audio de golpe.
Me asomé y no se veía luz en ninguna casa salvo en la de mi vecino de enfrente, lo cual es bastante frecuente porque debe acostarse siempre muy tarde, o al menos más tarde que yo. Pero en ese mismo momento se apagó. Silencio total.
Bueno, la vista del patio no era muy amena pero me quedé un rato apoyado en el alfeizar porque hacía algo más de fresco que en la cama. El llanto no se repitió, pero se me habían quedado grabados los gritos de aquel crío. Qué raro ese llanto, tan desesperado, tan desolado.
Al día siguiente volvía yo de comprar el pan y, por casualidad, me encontré con el vecino de enfrente que sacaba los plásticos y el cartón a reciclar; hay que ver cuántos envíos por correspondencia recibe este hombre.
Nos conocemos desde hace 30 o 40 años. Él vivía con su mujer, pero hace ya tiempo que ella murió y desde entonces está solo. Los dos hijos que tuvieron, ya son mayores y viven lejos, incluso uno creo que en el extranjero, porque ya sabemos que los jóvenes no tienen aquí muchas oportunidades. De todas formas nunca había visto que ninguno de ellos hubiera vuelto de visita.
Al cruzarme esa mañana con él en el portal le pregunté si la noche anterior había oído un llanto de niño por el patio de luces… Se quedó sorprendido sin decir palabra y me pareció un poco azorado, pero al momento se repuso y me respondió que no, que él no había escuchado nada.
Me despedí y seguí mi camino, pero no me había convencido su actitud: esa noche, cuando se había oído el llanto, yo sabía que él estaba despierto porque había apagado la luz delante de mis ojos, y lo tenía que haber oído.
O yo tenía mucha imaginación o algo debía ocultar. En cualquier caso no tenía por qué sospechar nada raro porque siempre había sido una persona normal, no tan simpático como su mujer, pero siempre correcto, un vecino de toda confianza.

Cuando vivía su mujer teníamos más relación y alguna vez nos hicimos alguno de esos pequeños favores entre vecinos. En especial nos habían hecho un servicio muy grande quedando al cuidado de nuestra niña mayor cuando el pequeño estuvo ingresado unos días en el hospital. Les quedamos muy agradecidos porque en aquel momento no teníamos con quien dejarla. Y otras dos o tres veces, habíamos dejado a alguno de los críos niños con ellos durante un rato por alguna urgencia, por un retraso mío al volver del trabajo o cosas así.

Mecánicamente, esa noche miré su ventana al acostarme y cosa rara tenía la persiana bajada, y me pareció que la luz estaba apagada. Lo mismo vi en las siguientes noches: parece que había cambiado de costumbres. Se había vuelto un poco raro este hombre.

Ese verano fue realmente caluroso, con temperaturas nocturnas casi tropicales, y esas noches en que es imposible dormir si no tienes aire acondicionado hay que abrir todas las ventanas para no perecer ahogado en el propio sudor.
En aquellas noches de mucho calor observé que el vecino ya no bajaba totalmente la persiana, y por las rendijas se podía ver el resplandor cambiante de una pantalla. Todos los días estaba hasta las tantas con la tele o con un ordenador. Cada uno se entretiene como puede, decía yo.

Un día de aquellos me encontré a un repartidor de paquetes llamando a su puerta. Al parecer no estaba él en casa y el buen hombre me preguntó si conocía al vecino y si podía dejarme un envío para él.
Era un paquete pequeño y me llamó la atención porque no tenía ni marca ni logo ninguno, incluso no tenía ni remite. Por la tarde se lo entregué, no pareció gustarle mucho, pero me dio escuetas gracias y ni una palabra más.

Una noche casi al final del verano su persiana también estaba un poco levantada, su luz encendida y se oía trajín, como si estuviera de mudanza o algo parecido. Iba de un lado para otro de la casa, ruido de cajones y de armarios.
Bajó a la calle varias veces… ¿Qué demonios estaba haciendo este hombre?
Al fin, acabó él con su trasiego y yo me acosté.
Pero dormí intranquilo y al rato me despertaron golpes fuertes y unos gritos. Cuando me asomé había varias personas en su casa, moviéndose, haciendo ruido y encendiendo las luces de todas las habitaciones. Uno de los visitantes abrió la ventana frente a la mía y miró fuera inspeccionando el patio con el foco de su linterna. Me vio asomado y me dijo que me acostara, tranquilo que no pasaba nada. ¡Ah¡ y que por favor no saliera de casa hasta que ellos marcharan, que no tardarían mucho.
Bajé la persiana pero me quedé mirando por las rendijas, y por la ventana del corredor de la escalera vi que iban saliendo varios de ellos con unas cuantas cajas de cartón llenas de trastos. Finalmente, el follón terminó, apagaron todas las luces, cerraron la puerta y salieron al pasillo. Entre dos de los fornidos visitantes salía mi vecino, cabizbajo.
Cuando el ruido de las botas de aquella extraña comitiva dejó de retumbar por toda la casa, faltaba poco para el amanecer y por fin la noche refrescaba. Me quedé pensativo y sorprendido intentando atar cabos, pero no llegué a ninguna conclusión sobre qué delito podría haber estado cometiendo. Ya digo que siempre había sido un buen tipo, un vecino de confianza.
Ese mismo mediodía se me cayó el alma a los pies cuando en la tele contaron el caso de la “macro operación” realizada, añadiendo algunos detalles escabrosos sobre la detención, sobre el detenido y sobre la “extrema dureza” del material audiovisual incautado al vecino de confianza y a otros treinta y ocho individuos en varias provincias.
Se me aflojaron las piernas al pensar en el pobre crío que lloraba y chillaba en aquellos cinco segundos del video que escuché aquella noche por el deslunado.
Y lloré al pensar en tantos otros que habrían sufrido y todavía sufrirán por causa de tipos como éste.
Y me tuve que sentar al darme cuenta de que, años atrás, mis hijos habían frecuentado la casa de este individuo. Ese que siempre había sido un buen vecino, una persona de toda confianza.

Al verlo ayer de nuevo por aquí, no he dudado un momento.
Y ahora la suerte está echada aunque no podré evitar acordarme de él cada vez que vea su ventana cerrada y su persiana bajada.
Espero que esos veintiún escalones de veintiún centímetros cada uno hayan sido suficientes para acabar con ese viejo cabrón, insensible y culpable.

esendraga, enero 2021

CUENTO DE AÑO NUEVO

Este hijo mío es un buen chico. (Aparte de ser el más guapo y simpático de todos los chavales de su edad que yo conozca)
En general es responsable pero a veces hace tonterías, propias de la edad, creo yo.
Dicen que la sensación subjetiva de peligro sólo aparece en los jóvenes a partir de los 20 años, gracias a ciertos cambios en la corteza prefrontal (o en la otra corteza, no me acuerdo muy bien)
Por lo que ha pasado hoy veo que a este joven todavía no le ha madurado esta parte del melón.

Está en tercero de biología, ciencia que le encanta, y este año se ha mantenido atento a cualquier novedad sobre la Covid, sobre el virus en sí, sobre la enfermedad, sobre los contagios y las vacunas. Desde que se supo lo de este dichoso virus se ha venido estudiado todos los detalles y, a cada nuevo “paper” que aparece sobre el tema o noticias o nuevas series de datos, nos da rigurosamente la lata con las correspondientes argumentaciones y todo tipo de detalles. Yo me entero de una parte de lo que cuenta y espero que todo el resto, esa parte que no entiendo, le sirva para algo.
Así que estamos toda la familia muy enterados y concienciados sobre este particular, tema universal.

Fragmento de graffiti en una pared de Cartagena.

Porque esta cosa es grave de verdad, mucha gente lo está pasando muy mal y a todos nos ha cambiado la vida y hasta la mentalidad.
Por suerte y dentro de lo que cabe, en nuestra casa todo sigue relativamente bien: nadie de la familia o allegados ha caído enfermo, los empleos de los que trabajamos siguen más o menos igual y los encierros, cuando los ha habido, no nos resultan demasiado penosos.

Todo bien hasta que hace unos días oí por casualidad una conversación de mi hijo quedando con alguien para nochevieja. En el momento no le pregunté, pero al día siguiente le vi muy atareado con su móvil mandando y recibiendo mensajes. Durante la comida le pregunté, así como accidentalmente, qué tenía previsto para nochevieja. Tuvo que pensar la respuesta y un poco vagamente dijo que iba a quedar con otros cuatro o cinco en el piso de estudiantes de unos compañeros forasteros. Parece que después de cenar cada uno por su cuenta, se reunirían, harían el revellón y para no pisar la calle durante el toque de queda dormirían allí con sus sacos. Asentí como convencido, pero no me lo acabé de creer.
No era muy aconsejable una reunión de gente de grupos y orígenes dispersos, pero si sólo eran unos pocos en el piso, siendo jóvenes biólogos y responsables, había que confiar en ellos.

Pero si, según él, eran solamente tres o cuatro, ¿cómo estaba recibiendo y enviando tantos mensajes?
La cosa no me olía bien. Durante la comida del día 30 tomó su teléfono para textear (que dicen los anglos) al menos una docena de veces, así que intenté fijarme en su patrón gráfico de acceso (eso de pasar el dedo en un cierto orden por 9 puntos en la pantalla para activar el aparato).
Sí, ya sé que está mal fisgar, pero qué le voy a hacer, soy un poco metome-en-todo.

Esa tarde, aproveché cuando entró al baño a ducharse, y al segundo intento de patrón de acceso abrí su móvil y su aplicación de mensajería. Había un grupo llamado Festuky, cuya lista de participantes llenaba tres o más pantallas de 6.2 pulgadas…
No leí los mensajes, pero busqué a toda prisa entre ellos una dirección o una geolocalización. Con tanta gente tendría que ser en las afueras, no creo que se arriesgaran en el centro de la ciudad.
Encontré un enlace de mapa. Lo abrí rápido: tercera calle a la derecha del pequeño polígono industrial/comercial, entrando justo por detrás de hyper del cruce.
Y con esta información, ¿qué iba a hacer yo? Estaba muy nervioso cuando volví a dejar el móvil en su mesa.
Soy muy malo con la estrategia, pero vamos a ver: volverle a preguntar era tontería, no iba a cambiar la versión. Por otra parte, antes muerto que decirle que le había mirado el móvil.
Tampoco he dicho nada a la madre del interfecto para no preocuparla. Además me habría sentido avergonzado por ser un fisgón y un fraude de padre mirando donde no debía.

Pero a lo que no estaba yo dispuesto es a que este pavo se juntara con varias docenas de colegas para contagiarse a saco a lo largo de una noche. Se ve que además de que todavía tiene blanda la corteza frontal esa de la percepción del peligro, tampoco tiene buena conexión entre la parte racional y la otra.
Es buen chico, pero el hecho de estar tanto tiempo encerrado y saliendo muy poco a la calle ha hecho que se le vaya un poco la pinza a donde no se le tiene que ir.

Ayer, 31, después de la cena, pero antes del toque de queda, ha salido de casa: hijo ten cuidado, sí papá no te preocupes. Hijo lleva mascarilla y ventilad la casa, sí papá tranquilo. Oye, procura que no seáis muchos, vale ya, papá no me des más la lata que soy mayorcito. Te llevas el coche, no, me recoge fulanito compañero de curso, ten cuidado. Feliz año, feliz año, hasta mañana.
Por una rendija de la persiana he visto cómo subía al coche del amigo.
Me he sentado en un rincón apartado de casa y he llamado a la poli. No he dicho quién soy y además he activado en el móvil la opción de no mostrar mi número, aunque ya sé que si me quieren buscar las cosquillas seguro que me pueden localizar. Pero no creo que se tengan que tomar la molestia por un asunto como este.
Lo que sí espero es que lleguen antes de que empiece la fiesta o al menos antes de que llegue mi hijo.
Pero han dado las doce y nadie ha llamado ni hemos tenido noticias.

Justo después de las uvas he dicho que tenía sueño y he propuesto a la madre del chacho acostarnos pronto, moción que ha sido aprobada rápidamente y sin enmiendas. Así que a la media hora del nuevo año estamos ya en la cama y nadie ha llamado todavía.
No sé si me dormiré, pero si suena una llamada de comisaría, aún no siendo buena señal, me haría respirar aliviado. Como resulta que muy previsora y discretamente me he dejado todo preparado, la ropa, la cartera, las llaves y la mascarilla, saldría disparado a recogerlo.
Quizá no lo lleven a comisaría y sólo le pongan una multa a la puerta del local, tras la correspondiente identificación y lo manden a casa de una patada en el culo. Esto sería lo menos malo y puede regresar solito caminando porque no está demasiado lejos.
Yo ahora seguiré dando vueltas en la cama esperando a ver qué pasa.
En cualquier caso, multa seguro que habrá. Pero si he contribuido a que él y otros tontarras como él no se hayan contagiado esta nochevieja la pagaré gustoso.
Cuando nos veamos mañana no le pienso decir ni recriminar nada.


Pero me lo notará en la primera mirada que sostengamos en este nuevo año, este año que acaba de empezar y que no tenemos ni idea de cómo terminará.

esendraga, 1 de enero de 2021

EL EXTROVERTIDO

Yo soy así. Ya desde chico.
Eso de la vergüenza o la timidez no es para mí, porque yo me enrollo con cualquiera. Y es que nadie me dijo que esto podía ser un problema.

El caso es que como hablo varios idiomas, y me relaciono fácilmente con la gente, me dedico a lo que podríamos llamar relaciones públicas. Además soy alto, guapetón y no tengo abuela.
Bueno, por estudios y afición soy traductor, pero también ejerzo de intérprete, azafato de congresos y cosas así. Oye, que es un oficio tan digno como otro cualquiera, ¿eh?

supercontagiador

(1)

Como trabajo base me dedico a traducir textos en plan freelance y suelo hacerlo desde casa. Como todo el mundo sabe lo de “freelance” significa “a-lo-que-va-saliendo” y por eso tengo que tener una actividad complementaria que me dé ingresos complementarios: trabajo en una compañía que se dedica a intervenir en eventos proporcionando servicios de traducción e interpretación, así como equipos de azafatos/as, recepcionistas/os y demás. He de confesar que esta actividad extra me da más ingresos que la que tengo como principal, y también resulta más divertida, la verdad.

Cuando hay congresos me llaman y me voy para donde sea. Voy uno o dos días antes y se preparan las actividades que se hayan contratado: reuniones de programación con los organizadores, a veces hay que contactar con personas o empresas locales para conseguir más colaboradores, y luego estoy en la feria o congreso hasta el final. Tengo ocasión de conocer a cantidad de gente, practico sin parar los idiomas que hablo y me aventuro también con algunos de los que no tengo más que unas cuantas nociones cogidas con pinzas. Desafiante y enriquecedor.

Hace un tiempo traduje unos programas informáticos para una pequeña empresa de software ubicada en Viena e hice amistad con los dos dueños, en especial con Thomas, un tío muy majo. En enero me invitaron a unos días de esquí en una casa que tienen en los Alpes tiroleses y yo acepté muy gustoso porque además iba a poder aprovechar el viaje ya que tenía que ir a Múnich por trabajo, y no queda muy lejos. Nos lo pasamos muy bien esquiando y nos acompañaron varios amigos y amigas suyos. Fue el plan ideal en una típica casita de montaña, con cálidos descansos en los refugios, buena compañía y agradables cenas de grupo en Innsbruck… Con gran pesar tuve que marchar el uno de febrero hacia Múnich para la feria del textil.

Hasta aquí, todo bien. Se sabía que en China había una epidemia producida por un nuevo virus, pero los casos en Europa parecían lejanos, yo no leía mucho la prensa ni veía la tele, y la vida todavía era normal.

Llegué a Múnich según lo previsto, tuve varias reuniones preparatorias con los organizadores, cerré contratos con algunos colaboradores que ya conocía de otros años y quedó todo listo para la feria.
Al tercer día de trabajo me costó levantarme, tenía dolor de cabeza y me raspaba la garganta. Como a veces me resfrío y no puedo fallar en el trabajo, llevo siempre en la maleta varios sobres de esa medicina mágica que anuncian en la tele. Es ese anuncio donde un papá, joven y activo, no puede fallar a su hijo y tiene que ir sin falta a ver ese partido de baseball escolar tan importante para el niño. Se siente fatal de mocos, congestión y fiebre, pero se toma un sobrecito de esos y de golpe está fenomenal. Pues hice como el papá del anuncio y me tomé los polvitos del sobre con un zumo de naranja para poder ir a esa feria que sí era importante para mí y para mi empresa. Complementé el fármaco con un “expresso alemán” doble.

La feria estaba siendo un éxito, tanto de visitantes como de buena actuación por nuestra parte. Yo iba de aquí para allá pendiente de las actividades y de nuestra gente. Hice de intérprete con varias delegaciones VIP que dejaron a nuestro cargo y me paseé muchas veces por toda la feria con el responsable de la organización para comprobar que todo iba bien. También estuve unas horas en recepción porque uno de nuestros colaboradores tuvo un problema familiar y hube de sustituirle hasta encontrar a alguien que se hiciera cargo.
A mediodía no tuve más remedio que tomarme otro sobrecito y otros dos cafés, porque me encontraba regular. Por la tarde el dolor de cabeza se me pasó un poco aunque de tanto forzar la garganta hablando con unos y con otros, en un entorno ruidoso, la tenía cada vez peor.
El último día me tuve que reservar un poco porque casi no podía hablar. El plan inicial era regresar al día siguiente, pero cambié el billete para esa misma tarde porque quería llegar a casa lo antes posible.

Llegué hecho polvo, dormí muy mal y me notaba calenturiento. Me quedé varios días en la cama a base de los sobrecitos que me quedaban y de todo lo que encontré en el armario del cuarto de baño que podía servir para estos casos: parancetamoles, aspirinas, ibuprofenos…
¡Qué gripe más chunga! Pensaba yo. Casí no comí durante esos días, sólo dos veces pedí por teléfono una pizza. Pero acabé con la reserva de bricks de zumos que tenía en casa.
Con este completo tratamiento tardé varios días en ponerme mejor.

Cuando ya casi estaba bien, me llamó un compañero por cosas de trabajo, pero cuando se enteró de mi situación vino a verme por si podía echarme una mano. Al contarle lo que me había pasado me explicó que justo el día anterior había traducido un artículo donde hablaban del Coronavirus y por las pintas estaba seguro que eso es lo que yo debía estar pasando. Por si acaso se mantuvo al otro extremo de la habitación después de abrir puertas y ventanas para ventilar el estudio.
Me hizo llamar a sanidad aunque yo ya estaba casi bien. Vinieron, me revisaron con precaución y tomaron muestras para unos análisis cuyo resultado estaría en unos días.

Esa misma tarde me entró una llamada rara desde un servicio sanitario alemán. Me contaron que les habían dado mi teléfono los organizadores de la feria: me preguntaron que cómo me encontraba y me pidieron toda una serie de detalles sobre mis actividades y mis contactos durante la feria. Cuando les expliqué mi actividad en la feria y que en los días que duró habría hablado con docenas o quizá cientos de personas, se quedaron en silencio unos segundos y noté como escribían algo en un teclado. Y luego que dónde había estado antes, y con quién, y en qué vuelo había venido, y así casi media hora más de preguntas.
Me dieron las gracias y supe que yo ya no necesitaba saber el resultado de los análisis porque estaba claro lo que había tenido. O me lo habían contagiado durante las vacaciones en la nieve o habría sido alguien en la feria. También era mala suerte…

Yo ya estaba curado y no podía hacer nada por los demás. Llamé a Thomas para ver si ellos estaban bien. Ellos dos sí, pero una de sus amigas de Innsbruck con la que cenamos un par de días estaba todavía en el hospital y parece que se estaba recuperando. Pero el padre de otro de los amigos estaba muy grave en cuidados intensivos.
Esto ya era muy serio. Puse la radio y miré la prensa: en efecto, esto iba ya en serio pero de verdad, de epidemia ya pasaba a pandemia.
En los días siguientes recibí varias llamadas más del servicio sanitario alemán y de otros dos organismos austríacos. Me pareció sospechoso tanto interés por mí, cuando mi caso era ya uno entre miles, y yo ya estaba bien, aunque encerrado en casa como los demás.

Del comportamiento y efectos del coronavirus no se sabía casi nada al principio, pero ahora cada vez se tienen más datos y lo que parecía una simple gripe está siendo un desastre a todos los efectos,  ha habido millones de afectados y muchos miles de muertos.

Escribo todo esto por lo siguiente. El compañero que me asistió tan amablemente cuando me estaba recuperando suele traducir cosas científicas. Ayer me mandó copia de un artículo (2) que le han encargado sobre la Covid, donde se habla de “eventos multitudinarios” y de individuos “super-diseminadores”. En el trabajo se analiza el caso alemán y en particular menciona como nodos clave en los contagios la feria textil en la que estuve y las vacaciones invernales en el Tirol y Baviera. Parece que visitantes de la feria de Múnich se contagiaron allí y luego pasaron la enfermedad al norte de Italia y a España. Y otros visitantes habían acudido unos días después a la Fashion Week de Nueva York donde habían seguido diseminando el SARS-CoV-2.

Me he leído el papel científico de 44 páginas completo al menos dos veces. Hay un gráfico que me asusta: se ve en el centro un puntito  y luego cientos de líneas que parten radiales hacia otros tantos puntitos cada uno centro de otra pequeña estrellita, significando todas esas líneas otros tantos contagios, procedentes todos de ese super-diseminador.

Nadie me ha dicho nada, nadie me ha acusado de nada y espero que nadie me eche la culpa.
Me apostaría cien a uno a que ese puntito central, tan chiquito pero tan mortífero, ha sido este menda lerenda. Y de verdad que lo siento.

¡Pero es que nadie me había dicho que fuera tan malo ser extrovertido!

(Por cierto, este relato lo firmo con seudónimo; no es que tenga nada que ocultar, pero nunca se sabe…)

esendraga, julio 2020

(1)Source: againstcovid19.com/singapore/cases

(2) https://www.foodandagribusiness.org/fileadmin/foodandagribusiness/corona-analyse/The%20Undetected%20Early%20European%20Covid-19%20Outbreak_2020%2006%2020_Main%20Report_GFAN.pdf

¡QUÉ PENA LO DE ELSA!

No ha terminado el primer mes de confinamiento total y todo ha cambiado…

¡Qué pena lo de Elsa!

Que pena lo de elsa
Cuadro de Luis Prades. (Doble dama. Museu belles arts, Castelló)

Elsa es una compañera. Bueno, en realidad a día de hoy es una ex-compañera. Nos conocemos desde hace un par de años cuando ella entró en el departamento. Nos tratábamos como compañeros, aunque al cabo de un tiempo compartíamos a veces algún guiño de complicidad, pero sin más.

Ella empezó a venir a comer con mi grupito de compañeros y eso contribuyó a que nos fuéramos conociendo mejor. La cosa se encarriló un poco más cuando los otros dos colegas comensales habituales cambiaron de horario. Fue en junio 2018 y a partir de entonces íbamos a comer solos. Y una hora diaria de comida, incluyendo un ratito de sobremesa, dan para conocerse bastante.

Ambos tenemos pareja, y ambas no relacionadas con nuestro trabajo ni con la empresa. En principio los dos estábamos bien en nuestras respectivas relaciones, así que todo se limitaba a una muy estrecha relación de compañerismo y amistad.
Y así fue hasta la cena de empresa en la Navidad de 2018. Ya habíamos bebido un poco y nos quedamos literalmente los últimos en el restaurante. Y ahí la cosa, no sé cómo, se lió.
Pero no pasamos a mayores… Hasta que unas semanas después nos mandaron a los dos, a Ávila a un cursillo. Claro, cuatro días encerrados, sin familia y en habitaciones casi contiguas ya fue una tentación demasiado fuerte para los dos.

El año 2019 ha sido un año emocionante, tanto por la novedad de la relación, como por el estrés de mantenerla y alimentarla sin que en casa se notase nada, y lo mínimo posible en la oficina. Nos las arreglamos para coincidir en un par de viajes de trabajo, pero sólo de un día fuera, suficiente para mantener la llama.
A partir de noviembre la empresa promovió el teletrabajo, aunque al menos una vez a la semana nos convocaban a reuniones y esto fue una bendición.

Para nuestras parejas, en lugar de una reunión semanal, teníamos entre tres y cuatro reuniones: una real en la empresa, y otras dos o tres, casi siempre en casa de ella. Mi mujer decía no comprender que para trabajar en casa solamente uno o dos días de cada cinco, la empresa nos habían puesto en el estudio un cacho impresora casi del tamaño de una lavadora. Cosas de las grandes empresas, contestaba yo.
Han sido unos meses geniales. La pareja de Elsa trabaja unas doce horas al día, como poco, y encima a más de cuarenta kilómetros de distancia: campo libre sin problemas.

Así que hemos tenido tiempo y tranquilidad. Y además, un rendimiento profesional extraordinario. No es broma, lo digo en serio.
Yo salía hacia el trabajo, con toda normalidad a primera hora. Y en lugar de desayunar en el bar de debajo de la oficina como hacíamos antes, yo llevaba bollos, churros o algún dulce y lo hacíamos en la cocina de Elsa.
Quiero aclarar que éste “lo hacíamos” se refiere al desayuno. Aunque a veces también a uno de nuestros pasatiempos compartidos favoritos.

Pero como los dos somos muy disciplinados y currantes, después del desayuno conectábamos los ordenadores y estábamos al menos hasta la una y media trabajando sin parar. Incluso la interacción entre ambos nos daba unas sinergias que nunca hubiera imaginado.
Luego comíamos fuera, igual que si estuviéramos en la oficina. Hablábamos de todo, siempre con buen humor, pero la mayor parte del tiempo, ¿de qué hablábamos? Pues de trabajo, como era de esperar.
En las comidas no nos entreteníamos demasiado, porque luego teníamos siesta. Bueno, lo que yo llamo siesta mixta, que es mi tipo de siesta preferido.

Eso sí, con las alarmas de los móviles puestas a las cuatro en punto. Bueno, con extensión ocasional máxima a las cuatro y diez. Y máxima-máxima extraordinaria hasta las cuatro y veinte, hay que ser responsables.
Algunas veces entraba alguna llamada de trabajo, que siempre atendíamos con extrema profesionalidad, fuera cual fuera la fase de sueño o la actividad lúdico-festiva que tuviéramos en ese momento.

Y después, curro continuado y concentrado hasta fin de jornada. Como la pareja de Elsa siempre la llamaba antes de salir de su trabajo, ningún problema. Es más, había días en que yo ya me había ido a mi casa cuando el tipo salía de trabajar.

Han sido los mejores meses de los últimos años. Debo decir que en lo profesional nos fue genial: los dos cerramos 2019 con un 120% de cumplimiento de objetivos.
Y ha sido un tiempo fantástico tanto en lo personal, como en lo intelectual y hasta en lo espiritual. Bueno, y en lo otro también, he de confesar.

Pero, ¡oh desgracia!, todo se acabó el 14 de marzo. Bueno, el 16 que era lunes. No se podía salir de casa para nada y las reuniones en la empresa se cancelaron todas. El teletrabajo continuó, pero mi mujer empezó también a trabajar desde casa, así que se acabó la posibilidad de desayunos mixtos, de siestas mixtas y de charlas amistosas. Cada uno en su casa. El día 17 ya se me había caído el mundo encima.

Aunque mi mujer es una tía enrollada y también trabajadora, nuestra relación ya no tenía ese componente de novedad, de riesgo. Y no sé por qué, pero nuestra conexión nunca fue tan fluida como la que hemos tenido Elsa y yo.

Nuestra casa no es grande y desde el confinamiento trabajamos en mesas contiguas, de forma que me es muy difícil hablar libremente por teléfono con mi compañera. Desde nuestros portátiles usamos un sistema encriptado de chat de texto, y con eso vamos tirando. Pero nada de video.

Aprovecho las pocas veces que mi mujer habla por teléfono para llamar discretamente a Elsa, o lo hago cuando salgo a hacer la compra, cada tres o cuatro días.
Esto del confinamiento me tiene muy frustrado. Elsa y yo nos habíamos acostumbrado a esta doble vida, tan tranquila, tan placentera, y tan productiva: lo tenía todo. ¡Mecachis!

¡Qué pena lo de Elsa!

Separados, aislados sin salir de casa. A final de marzo cada vez hemos ido teniendo menos volumen de trabajo por parada de algunas plantas de la empresa, y ha pasado lo que tenía que pasar. Nos han metido a los dos en un ERTE de esos, y cuando esto acabe mucho me temo que ya no seremos ni siquiera compañeros de trabajo. Me duele aceptarlo, pero creo esta crisis también ha acabado con nuestra relación.

Con el ERTE, a mi me ha quedado el 70% del sueldo. Sueldo pelado, porque los incentivos que no eran moco de pavo, se han terminado a 30 de marzo.
A efectos económicos, menos mal que mi mujer sigue teletrabajando y por el tipo de empresa en que trabaja no creo que se resienta demasiado con la crisis que va a venir. Además, ella está muy bien posicionada en la estructura.

Así que, mientras estamos encerrados, como no tengo nada que hacer, ahora le ayudo en su trabajo. Me encargo de algunas tareas tediosas y muy “time consuming”, que dirían los finolis. Le preparo y le mantengo algunas hojas de cálculo, cosa que a ella no le gusta nada. Además le he sugerido algunas mejoras en ciertos controles, le estoy haciendo una base de datos que le facilitará mucho su labor, le pulo los informes, cosas así. Yo me mantengo activo y ella está encantada de poder dedicarse a lo realmente importante de su trabajo. Igual hasta la ascienden…

Y lo malo es que ésta colaboración durante el encierro nos está uniendo. Ahora me parece una persona más amena, más interesante. Tenemos más cosas en común y estamos 24 hora juntos. Pero,

¡Qué pena lo de Elsa!

Me las arreglo para seguir chateando con ella pero ahora, a la separación se añade que, al perder la relación laboral, más el hecho de no vernos nos está enfriando a toda velocidad.
Esta mañana temprano he bajado a por pan y he comprado, además, unas brioches de las que llevaba a veces a casa de Elsa, le gustaban mucho. Pero en esta ocasión las llevo para tomarlas en un casto desayuno con mi legítima esposa. ¡Qué cambio! Y, ¡qué pena lo de Elsa!

He aprovechado el camino de vuelta para llamarla por teléfono. Hemos hablado con tranquilidad y con realismo, es una tía genial. Ella tampoco sabe qué va a pasar con nuestra relación cuando el confinamiento acabe.
Sabe que ahora colaboro con mi mujer en su trabajo, aunque no he le dado más detalles. Pero Elsa es muy lista y por algo que he dicho o por mi tono, creo que ha adivinado que estoy estrechando lazos con mi esposa.

La conclusión del asunto es que seguiremos chateando como amigos y, si hay ocasión, nos llamaremos por teléfono de vez en cuando.

¡Sniff, sniff! ¡Qué pena lo de Elsa!

esendraga, abril 2020

DURANTE LA CUARENTENA ESTE NIÑO HA APRENDIDO A HABLAR, Y SU HERMANO A CAMINAR.

El pequeño tiene casi un año. El padre lo lleva de las manitas por el salón, que va recorriendo con piernas torpes porque está aprendiendo a andar. Tienen puesta la radio, no muy fuerte, para saber si hay noticias sobre la cuarentena. El mayor, que está acabando de cenar en la cocina, con su madre, tiene dos años y pico.

Captura 3

El padre no está muy atento a la radio en ese momento, jugando con el peque, pero cree oír algo sobre el levantamiento de la cuarentena. Coge al niño en brazos y se acerca la radio para escuchar mejor. Pero tiene que esperar un poco hasta que el periodista hace un breve resumen final, cuando la declaración oficial termina. Sí, en efecto, a las familias o grupos de personas que han compartido vivienda durante la cuarentena y que no hayan mostrado síntomas en estos meses, pueden salir a la calle con ciertas condiciones.
Enseguida grita a su esposa:
—¡Oye, que mañana podemos salir ya a la calle!

Ya se esperaba que se relajara el confinamiento en breve, pero de todas formas les pilla por sorpresa. Se acerca a la cocina y el mayor acaba en ese momento su yogur. Ve a sus padres que se sonríen con un gesto de triunfo y pregunta:
—Papá, ¿qué pasa?
—Pues que mañana ya podemos salir a la calle.
El niño piensa un momento y dice.
—Pero siempre salimos todas las tardes a aplaudir al balcón. Y algunos días que hace sol también salimos y me siento en mi sillita.
—Sí, pero es que mañana podremos bajar a la calle, a caminar, al parque.
—¿Al parque que vemos en el video ese del columpio?
—Sí, a ese, o a otro. Podremos ir al que queramos. Incluso podremos ir en coche.

Como el niño no responde, él piensa un momento y se dirige a su mujer:
—Tengo que leer los detalles, porque a lo mejor podemos ir también a ver a los abuelos. No me enterado muy bien de todo, sólo he oído los titulares.
El niño reacciona porque no ha entendido a su padre y se gira hacia la madre:
—Mamá, pero ese parque es del video, de cuando yo era pequeño. Ese que estoy en el columpio rojo y el otro video del tobogán, ese video que al final me caigo de culo.
—Si, pero lo que dice papá es que podemos ir a ese parque del video o a cualquier otro parque. ¿No te acuerdas que a veces íbamos a otros parques?
—Pero yo solo he visto ese parque del video…

El padre está buscando en su móvil los detalles de la noticia. Pero no encuentra nada todavía porque el anuncio es de hace solamente unos minutos.
Se sienta en la cocina, junto a su mujer, con el pequeño sobre las rodillas, mientras intenta explicarle al hermano mayor:
—Mira, lo que hay en el video son cosas que pasaron hace tiempo y las ponemos en la tele para que nos acordemos y para reírnos. Pero el parque, la calle, la playa, la casa de los abuelos, son cosas reales. Ahora las vemos solo en foto o en videos, pero que existen en la realidad.

El niño se queda pensando y calla.
—Bueno, ahora luego hablamos, voy a cambiar a éste que me está llegando un olorcillo… Justo ahora que está recién bañado. Cachisss.
El mayor sigue pensativo, pero casi sin darse cuenta repite lo de “Cachisss”. Desde hace unos días parece que ha descubierto ese sonido y le gusta alargar las esesss de los finalesss.

Cuando lo acaba de cambiar, deja al peque en el suelo para que se entretenga con los juguetes que el hermano mayor tiene esparcidos por todo el cuarto, mientras él vuelve a consultar el móvil.
Pues, sí, parece que como los abuelos tampoco han tenido síntomas ni contacto con nadie potencialmente infectado desde hace más de 35 días, podrán ir a verlos. Pero los mayores seguirán sin poder salir.

Vuelve a tomar en brazos al pequeño y regresa a la cocina. La madre está recogiendo los cacharros y cuando lo ve aparecer le dice que vaya acostando al pequeño, que luego cenarán ellos. Como es viernes, al mayor lo van a dejar un rato más, de sobremesa. Desde hace un par de meses habla por los codos.
—¿Sabes? Acabo de mirar las noticias y creo que también vamos a poder ir a ver a los abuelos. Parece que esto está llegando al final.
Acerca el pequeño a su hermano y a la madre para que le digan “buenas noches”, y se lo lleva a acostar.

Mientras acuna al pequeño, oye a través del pasillo cómo la madre está ayudando al mayor a limpiarse manos, cara y dientes. Y a hacer un pis.
Cuando regresa a la cocina, su mujer está poniendo la mesa para ellos dos. Está pensativa y el hijo mayor, que ahora está sentado en la trona del pequeño, se concentra en encontrar cómo colocar una de las piezas de un puzzle que tiene delante.
—Entonces, ¿qué os parece? Mañana, que casualmente es sábado, vamos a ir a ver a los abuelos y luego al parque que hay debajo de su casa.

El niño levanta la mirada de su juego y pregunta:
—Pero, todos los días vemos a los abuelos, ¿no?
—Sí, pero los vemos por video de whatsapp, y hablamos con ellos y nos reímos todas las tardes. Pero mañana iremos a su casa y los podremos ver y tocar, igual que nos tocamos nosotros—. Y cubre la mano del pequeño con la suya.
Apretando la mano del niño, prosigue:
—Y también podremos darles un beso, ya verás qué contentos se ponen de veros. ¡Ah! Y luego, por la tarde, podemos coger el coche y acercarnos al puerto a tomar el sol un rato. Y ver el mar. ¿Qué te parece?

El niño no lo tiene claro, pero encuentra otro foco de interés:
—Oye y el coche, ¿ese que sale en ese video donde estoy llorando cuando era pequeño? ¿Lo vamos a ver también en otro video?

La madre interviene:
—Mira, tranquilo, tu no te preocupes, mañana lo entenderás todo. Ahora te duermes y verás que mañana será un día diferente y muy divertido.

El niño tiene el ceño fruncido, pero sigue con su puzzle y la madre no quiere insistir. Y cuando los padres finalmente se sientan a la mesa, ven que el niño bosteza.
—¿Tienes sueño?
El niño ni confirma ni deniega, pero parece que ya está a punto. La mujer, mientras toma al niño en brazos, dice a su marido que le caliente un poco más el puré de calabaza:
—Ya sabes que me gusta bien caliente. Ahora vuelvo y cenamos tranquilos; este cae en menos de 30 segundos, a la primera página del cuento se queda, ya verás.

El niño mayor ha dormido esta noche un poco inquieto a partir de las cuatro o así. El padre lo ha puesto a hacer pis, y le ha hecho compañía un ratito hasta que se ha quedado tranquilo.

Es casi verano, amanece bastante pronto, y el niño ha despertado al poco de salir el sol. Acude a la cama de los padres, que le tienden la mano para que suba. Se acomoda entre los dos, que intentan seguir durmiendo, aunque saben que va a ser imposible.
El chiquillo ha aprendido a hablar durante la cuarentena y no para. Ellos, como todos los padres, creen que su niño es el más listo. Hasta el 12 de marzo iba al cole, jugaba en el parque, se quedaba algunas tardes en casa de los abuelos, se subía sólo a su asiento en el coche, reconocía las calles familiares, listísimo.
—Mamá, entonces ¿qué vamos a hacer hoy?
—Pues desayunaremos, arreglaremos la casa un poco, ¡ah! y tienes que recoger todos los juguetes que anoche se quedaron por enmedio. Luego nos vestiremos y nos vamos paseando. Nos quedamos un ratito jugando en el parque de la avenida, y luego a casa de los abuelos— Piensa un momento y se dirige al marido—. Oye, ahora que caigo, a este se le habrá quedado pequeña la ropa de salir… Bueno, da igual, lo sacamos en chándal, pero yo desde luego me voy a vestir bien. ¡Ah, y me tengo que lavar la cabeza!
—Papá, y ¿qué más vamos a hacer?
—Pues lo que ha dicho mamá. Y además, luego, vamos donde queramos.
—Pero ¿y luego vamos a volver a casa?
—Sí, claro.
El niño parece que se tranquiliza
—Y para bajar a la calle ¿cómo bajamos?, la calle de abajo está muy lejos.

El padre se da cuenta de que va a tener que explicárselo todo.
—Mira, primero salimos por la puerta.
—¿La del final del pasillo? Pero si siempre está cerrada.
—Sí, pero si queremos la podemos abrir.
—¿De verdad? ¿Y luego?
—Luego bajamos a la calle.
—¿Cómo se baja?
—Pues como siempre, llamamos al ascensor y cuando estamos dentro pulsamos el botón de la B, que seguro que ahora ya llegas al botón.
El niño lo mira sorprendido.
—¿Qué botón?

El padre se da cuenta de que con todo esto el crío se va a liar. Confía en que cuando lo vea todo con sus ojos y lo toque con sus manos lo irá recordando, de forma que cambia de estrategia y en lugar de contestar y de seguir con las explicaciones mira a su mujer por encima del pequeño que les separa, apunta una sonrisa y dice:
—¿Le hacemos cosquillas a éste?
Los dos se giran hacia el niño, que ha reaccionado rápido y ya está reptando hacia los pies de la cama para bajarse. Lo atrapan y lo izan cuando ya casi está en el suelo.

Las risas locas que salen del cuarto despiertan al pequeño que estaba durmiendo en la habitación contigua, pero que ahora reclama también atención.

El padre se levanta, lo trae y lo incorpora a la reunión en la cama grande, donde al mayor todavía le duran las risas.

—Bueno, se acabó el descanso y empieza el día— dice uno.
Se abrazan los cuatro.
—Sí, el primer día de esta nueva era— dice el otro.

esendraga, marzo 2020.

SAN JAVIER 1946. Ernesto tiene 21 años.

Esta es la edad a la que se hace la mili, que dura dos años enteros.
El destino toca por sorteo salvo para los enchufados, por supuesto, para quienes la suerte depende de la fuerza electromotriz de su conexión con la jefatura.

Ernesto ha hecho la instrucción en el campamento de Rabassa, en Alicante. Y como destino le toca la base aérea de San Javier a orillas del Mar Menor.
Rabasa 1946 ok
(Ernesto es el de la izquierda)

Le han dado un pase para ir en tren desde Alicante hasta Torre Pacheco, casi 10 horas para un recorrido de menos de 100km. Y luego ha caminado casi 15 kilómetros cargado con todo el equipo militar incluido el mosquetón heredado de la guerra del 14. Y todo sobre unas botas 3 números más grandes que su talla.

No hace ni seis años que ha acabado la guerra y esta zona, que antes ya no era una región próspera, ahora está totalmente depauperada. El trayecto a pie es todo a través de un paisaje seco y polvoriento. Este país no arranca. Y le va a costar.

Ernesto recuerda vivamente el día en que los nacionales entraron en Valencia y grandes banderas rojigualdas se descolgaron inesperadamente desde las azoteas, como por arte de magia, cubriendo las fachadas de la calle Játiva delante de la estación, justo cuando él y su inseparable amigo Pepe pasaban por allí.
Altavoces primitivos sobre camionetas desvencijadas hacían sonar el himno de los vencedores.

Ambos habían llorado amargamente con sensación de derrota, aunque sólo tenían 14 años.
Se habían sentido hundidos y defraudados, añorando algo que no conocían, una vida ideal de paz y justicia que sólo eran capaces de imaginar porque no la habían llegado a tener.
Tristes y a la vez asustados, habían temido lo que se avecinaba.

Ahora hace un año que ha acabado la guerra mundial y han ganado los aliados. Muchos creen que las democráticas Francia y Gran Bretaña, victoriosas sobre los fascistas, no van a permitir que Franco siga adelante con su régimen nacional sindicalista. No se sabe cuándo será pero creen que la situación no puede durar. Pero el tiempo pasa y parece  consolidarse la dictadura en su versión más cruda. Y la gente sigue pasando hambre.

Pero la gente sigue viviendo.
Y si te llaman a filas a servir en un ejército, aunque sea el que sostiene y representa algo que no te gusta, pues vas y sobrevives.
Si los colchones son de paja de maíz de la que sólo quedan las cañas, pues las apartas a un lado y duermes sobre la madera.
A todo te acostumbras.

Si coges sarna y los bichos avanzan bajo la piel del dorso de tus manos con un escozor que te dan ganas de cortártelas, pues aplicas los pocos remedios caseros a tu alcance y aguantas apretando los dientes.
Si no hay agua en el campamento y no puedes más con la mugre que llevas encima, pues te bañas en el mar aunque sea el día de reyes de este invierno especialmente frío.
Y si tienes que cantar el cara al sol, pues te aprendes la letra y cantas, aunque sea flojito. Y procuras no desentonar.
Los insectos en la sopa, los gusanitos en las lentejas o los chinches en las literas son lo de menos, e intentas pasar por el trance lo más indoloramente posible.

Hay muchos soldados analfabetos pero Ernesto, guapito de la capital, sabe leer desde los cuatro años y escribe sin faltas con una letra bonita y muy personal, de forma que no puede evitar que lo hagan cabo segundo, porque forzosamente a uno de cada cinco soldados le toca serlo.

Aunque en Valencia Ernesto ha pasado en estos últimos años mucha más hambre que la mayor parte de los muchachos campesinos con los que comparte calvario, también sabe escribir a máquina, habla bien francés y hasta algo de inglés, pero no informa a sus jefes de nada de todo esto para no verse señalado más de la cuenta.

Le gustan los aviones, de todo tipo, que lleva dibujando desde pequeño, y vino a la base aérea de San Javier con cierta esperanza de tener contacto con estos maravillosos aparatos. Pero un soldado de reemplazo, como mucho, puede aspirar a acercarse a un caza Polikarpov, -los famosos “Chatos” heredados del ejército republicano- que ahora llaman Curtiss. Se tendrá que contentar con mirarlos de cerca, pero por fuera y sin tocar.

El tiempo perdido en el cuartel, es más o menos pasable, pero las guardias son penosas y todo el mundo querría librarse de ellas. Hace frío, la humedad del mar Menor se infiltra en los pobres uniformes, las garitas están dispersas y alejadas en el campo alrededor de las pistas y hangares y nunca se sabe qué puede pasar. En las largas horas patrullando de noche por la llanura, con el mosquetón a cuestas, Ernesto, como todos, aprende a caminar durmiendo, a dormir mientras camina.

Les informan de que existe una posibilidad de quedar rebajados de servicio. Los que sean seleccionados para participar en un concurso de tiro que se va a realizar entre varios cuarteles, quedarán exentos de hacer guardias.

Ernesto duda, pero se apunta finalmente al concurso de tiro. Aunque no es aficionado a disparar, lo de librarse de las guardias y quizá conseguir algún permiso añadido le ha decidido. También es un desafío enfrentarse a algo nuevo. Después de algunas pruebas, no elige la modalidad de precisión, sino la de regularidad que se le da mejor.
Se trata de disparar el mayor número de veces posible en un tiempo determinado, acertando a una diana no demasiado exigente.

Ernesto es un joven, ya un hombre, quizá relativamente nervioso en ciertas circunstancias, pero capaz de controlarlo bien y sobre todo de no aparentarlo.
Para conseguir buen resultado en el concurso aplica la regla, que seguirá toda su vida, que reza así: “vísteme despacio que tengo prisa”.

Queda seleccionado en las pruebas, pero durante las primeras prácticas el sargento le ve disparar con excesiva calma y le apremia para que lo haga más rápido. Sin embargo, cuando recuentan en varias tandas el número de disparos y de dianas que consigue, ya no le vuelve a decir nada.

Otros compañeros manejan más rápido, pero quizá hacen menos dianas por las prisas. O bien no impulsan con la fuerza justa el cerrojo para que expulse la vaina y han de perder tiempo en sacarla a mano de la caja de mecanismos de un trasto que tiene al menos 25 años, que ha sido usado por dios sabe quién en un par de guerras y después por un montón de soldados en sucesivos reemplazos.

Ernesto desarrolla la técnica de hacer movimientos pausados pero de la forma más precisa y continua posible.
Conserva toda la mecánica del cacharro bien limpia y engrasada. Para disparar adopta una buena posición corporal, cómoda y bien afianzada.

Apunta, aproximadamente pero rápido, dispara, cerrojo atrás con un movimiento del índice derecho, oye el clic metálico de la expulsión del casquillo humeante, golpe de pulgar preciso y fuerte para cerrar cerrojo, apunta, dispara de nuevo, y todo sin apartar la vista de la mira, con el brazo izquierdo bien firme para no cambiar de posición.

A la de cinco tiros, que va contando, sin perder tiempo extrae el cargador, coloca el nuevo que toma del montoncito que lleva cuidadosamente preparado, y vuelta a empezar. No tiene prisa, sólo intenta hacer el trabajo con precisión y continuidad.
Al final no queda mal en el concurso y eso le vale un permiso extra para volver unos días a su casa.

Es 1947, España lleva ya ocho años de posguerra, y ya hace dos que terminó la mundial. Pero el régimen sigue en las mismas. ¿Qué pasa que los países vencedores no vienen a echar una mano? Aquí todavía hay juicios sumarísimos, que ya se sabe cómo son. Todavía hay racionamiento y la gente sigue pasando hambre y penurias.

Lo único positivo es que, en un país destrozado está todo por hacer, hay trabajo para todo el que quiera. Mejor o peor pagado, en condiciones que en general no son buenas, pero la gente mira hacia adelante y quiere olvidar los horrores vividos.
Ernesto tenía trabajo antes de iniciar la mili, y le guardan el puesto para cuando termine.

Al fin del permiso extra que se ha ganado con el concurso regresa a orillas del Mar Menor, a la base, hasta terminar los dos años obligatorios.
Una vez liberado vuelve al trabajo, menos mal que tiene suerte y no ha de bajar a la mina ni pasar penalidades en una fundición. Va de oficinista con chaqueta, camisa blanca, corbata y con el pelo engominado.

Todavía quedan años de racionamiento, años de vivir en un país pobre y con poca libertad.
Pero luego las cosas irán mejorando, tendrá esposa, un piso propio, hijos, más seguridad económica. Una vida como la que había imaginado. En muchos aspectos, mejor de lo que había podido desear en sus sueños juveniles.

Visto desde este 1947 parece impensable pero llegarán épocas de mayor libertad. Hasta quizá habrá elecciones democráticas. Algún día.
El país va a ir cambiando. A mejor casi siempre.

Pero hay algo importante, algo que muchos habitantes de este planeta le envidiarían: que después del concurso de tiro, en toda su larga vida, nunca tendrá que volver a disparar un arma.
Ernesto desea y hará todo lo posible para que sus hijos, y los hijos de sus hijos, puedan decir al final de sus respectivas y muy diferentes vidas que nunca tuvieron que empuñar un arma.

Ni siquiera para un concurso de tiro al blanco.

esendraga, marzo 2020

ENCRUCIJADA

El tren acaba de salir de Madrid, vuelvo a casa.

Intento relajarme y me dejo caer en el respaldo. Tengo que pensar en lo de anoche, porque realmente fue un momento crítico. Ahora mismo me parece que fue decisivo. Aunque una vez pasada la encrucijada, quizá sería mejor ni pensar en ello.

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El sol de marzo ya está bastante alto y me da de lleno en la cara. Intento correr la cortinilla de la ventana y no puedo porque está enganchada en la parte de arriba. Voy a levantarme para soltarla pero veo que la señora mayor que llevo delante está dormitando y me sabe mal molestarla.
Me vuelvo a sentar y cierro los ojos. A través de los párpados me llegan los rayos directos del sol y veo esos círculos y manchas aleatorias que unas veces se agrandan hasta abarcar todo el campo de visión y otras se van encogiendo hasta un punto central donde desaparecen para dar lugar a otro círculo.
Cuando estoy concentrado puedo conseguir que esas zonas claroscuras se muevan casi a voluntad, pero ahora estoy cansado y la cabeza me bulle. Y las manchas se mueven a su aire, sin control.

Cada tres meses venimos a las oficinas centrales todos los jefes de ventas para una reunión de coordinación. El programa es siempre parecido: solemos empezar a las 10, hacemos una parada de un par de horas para comer y luego acabamos a las 6 o las 7. Todos los forasteros nos alojamos esa noche en un mismo hotel, cenamos en un restaurante bastante bueno que está en la misma calle y luego tomamos unas copas en un pub que hay justo enfrente. Las reuniones suelen ser en jueves y cada uno regresa a su ciudad el viernes.

Con los ojos cerrados y los párpados llenos de sol hago repaso: hace cuatro años que tengo este trabajo, tres que me casé, unos dos que nos trasladamos de ciudad y casi uno que tenemos una niña.
Pero anoche tuve una experiencia que podría haber dado al traste con casi todo.

El trabajo es en una compañía solvente con buen sueldo y viajes siempre a gastos pagados. Mi principal misión es mantener buenas relaciones con los clientes importantes ya que las condiciones del servicio y los precios de nuestra gaseosa mercancía vienen determinados por el B.O.E., con esto lo digo todo.
Hasta me financia sin intereses el coche que acabo de comprar para servicio a la empresa y para el mío particular: el último modelo de R18, rojo fuego, con llantas de aleación combinadas en plata y negro. Y cambio de cinco velocidades, por supuesto.

En cuanto a mi matrimonio, puedo asegurar que va bien. Mi esposa es una mujer discreta, tanto físicamente como en su estilo. Es profesora de literatura, una intelectual. Llevamos mucho tiempo juntos y nos entendemos bastante bien, ella más cerebral, yo más de acción. Tenemos una costumbre que a alguna gente le parece rara: todas las tardes, salvo fuerza mayor, a la vuelta del trabajo como a las 7 o así, nos sentamos unos minutos y nos tomamos una copa. Yo suelo ponerme un whisky y ella cada vez una bebida diferente según le haya ido el día. Hablamos, comentamos las incidencias de la jornada, o simplemente callamos en compañía. Si hace bueno nos ponemos a veces en la terraza desde donde se ve toda la ciudad y el mar al fondo. Antes de tener la niña no era extraño que las copas mediadas quedaran en la mesa y los dos termináramos descamisados y despeinados en el sofá. Desde que la tenemos creo que sólo nos ha pasado una vez, pero mantenemos la costumbre de charlar un rato.

Y la niña es un encanto. Esto de ser padres no lo teníamos programado pero los dos estamos muy contentos.

Pues la reunión de ayer fue de trámite y lo mejor fue la cena con todos los colegas. Siempre hay algún soso, pero en general son tipos listos y divertidos.
La sobremesa se alargó algo más de lo habitual y la mayoría volvió directamente al hotel, yo creo que se están haciendo mayores. Salvo tres que nos fuimos al pub de siempre.
No había mucha gente, pedimos unas copas en la barra y estuvimos charlando y riendo. Me di cuenta de que unos taburetes más allá había dos mujeres tomando algo. Cruzamos alguna mirada pero estábamos a lo nuestro, aunque me fijé especialmente en la de rojo. Antonio el andaluz, acabó su copa y se retiró porque había venido a Madrid en coche y quería salir temprano.
Vicente y yo, una vez solos, seguimos charlando pero ya cruzamos alguna mirada con las dos mujeres que debían ser de nuestra edad o quizá algo más jóvenes. Nos animamos uno a otro y cuando una de ellas acabó su vaso, yo me acerqué y les propuse invitarlas a otro.

En el pasado no he sido especialmente ligón, digamos que lo normal. Pero desde que estoy casado no había vuelto a practicar. El caso es que una de ellas, minifalda de cuero negro, blusa sedosa roja, melenita rubia corta, me miraba especialmente. No era una mujer despampanante pero era mona, con estilo y con una sonrisa un poco pícara. Me puse a charlar con ella y cada vez me parecía más atractiva. Vicente se puso a hablar con la amiga, pero al rato vi que se levantaba y me hacía un gesto de despedida con la mano mientras salía. La otra chica, aburrida, se marchó poco después.

Nuestra charla era cada vez más animada y la distancia entre nosotros era cada vez más corta.
En un momento dado, pedimos otra copa y vi que al fondo del local había mesitas y varios divanes. Le propuse tomarnos la siguiente en uno de ellos. Tomamos las copas y ocupamos el que nos pareció más discreto de todos.
Seguimos hablando y bromeando. Y luego besándonos y algo más. En un momento en que ella se levantó para ir al lavabo, intenté serenarme, pero las cuatro o cinco copas que llevaba no me sirvieron de mucha ayuda. Lo más que acerté fue a poner un breve mensaje a la agencia pidiendo que me cambiaran el billete de tren por otro para dos o tres horas más tarde. Por si acaso.
Cuando la rubita regresó al diván seguimos más o menos donde lo habíamos dejado.
En un momento determinado ella notó en mi bolsillo el bulto del llavero del hotel e hizo el famoso chiste de si es la llave del castillo o es que me alegraba de conocerla. Aproveché para decirle que era la llave de mi habitación en el hotel que había justo enfrente y me pareció que no le disgustaba la idea.

La verdad es que estaba siendo la sesión más excitante que recordaba desde que era bien joven. Esta chica parecía adivinar mis sensaciones y mis intenciones. Entre esto y las copas tomadas, yo ya no podía pensar en nada, íbamos río abajo sin control ni freno. Ni siquiera se me ocurrió acordarme de mi buena y querida esposa ni de mi hija ni de nada más de este mundo.

En uno de los lances le bajé despacio la cremallera de la falda y deslicé mi mano hacia abajo por su vientre, liso y firme. La aventura entraba en una nueva fase cuando mi mano pasó discretamente por debajo de la goma, justo donde suele haber un pequeño lacito, en busca de nuevos horizontes. Pero llegó un momento en que mis dedos notaron algo raro. Seguí un poco más y me quedé paralizado: allí había algo que no debería estar allí, algo que no me esperaba encontrar, algo que nunca hubiera deseado encontrar.

Ella notó mi bloqueo y muy lentamente fue apartando sus labios de los míos. Yo me había ido deslizando un poco en el diván y su cabeza quedaba en ese momento un poco por encima de la mía. Me miró fijamente a los ojos, desde muy cerca. Mantenía una ligera sonrisa con algo de interrogante en las cejas. Le sostuve la mirada unos momentos mientras mi cerebro funcionaba a toda velocidad.
Engañar a mi mujer con un rollo de unas horas estaba feo. Pero no era nada súper grave ni irreversible.
Pero es que seguir adelante con aquello sabiendo quién o, más bien, qué era mi compañera/o de aventura me pareció un salto al vacío de consecuencias que no podía imaginar. Doy gracias de que ni el alcohol ni la excitación consiguieron convencerme de lo contrario.
Bajé la mirada, lentamente saqué la mano de donde la tenía y acerté a volver a subir la cremallera de la falda. Me separé de ella en el diván y más o menos recompuse mi indumentaria. En ese momento la miré de reojo y ella estaba haciendo lo mismo. Esperé a que acabara de abotonarse la blusa y nuestras miradas se volvieron a encontrar. No sé por qué pero dije entre dientes: «Lo siento».
Iba a levantarme cuando vi mi copa a mitad. La tomé y le hice un gesto como de “a tu salud” y me tomé lo que quedaba de un trago, sin dejar de mirarla. Ella tomó algo de su bebida. No parecía ni especialmente sorprendida por mi reacción, ni tampoco disgustada.

Llegados a este punto no había nada más que decir y me levanté, pero antes de darme la vuelta le tendí la mano. Nos dimos un apretón enérgico como se darían dos aguerridos compañeros de aventuras que, habiendo compartido parte de una ruta sin haber llegado al objetivo, se despiden para seguir cada uno su camino y no volverse a ver.
Luego pasé por la barra a pagar las consumiciones y salí hacia mi hotel sin mirar atrás.

Ya en la cama no podía dormir. No me explicaba cómo me había podido pasar algo así, cómo no me había dado cuenta antes. Había sido uno de los ratos más excitantes que podía recordar, pero estaba cada vez más convencido de que la decisión final había sido la correcta. Seguir adelante con aquella persona hubiera representado un antes y un después en mi vida que no estaba dispuesto a asumir.

Luego tuve pesadillas, que no recuerdo, hasta que me desperté con la cabeza como un bombo y un dolor de testículos espectacular. Todo lo que tenía en la cartera eran aspirinas y me tragué dos por si además podían ayudar con la resaca que ya me notaba. No sé si sirvieron de algo, porque casi no he dormido el resto de la noche.

Esta mañana he podido tomar sin contratiempos el tren de las 11h, y aquí estoy camino de vuelta al hogar.
Dentro de un rato, tengo muchas ganas, veré a mi pequeña y también a mi mayor.
Estamos casi en primavera y esta tarde insistiré en tomar algo en la terraza, con el mar a la vista y el sol poniente detrás de nosotros. Con esta temperatura la peque podrá gatear junto a nosotros. Estoy deseando verlas.
Procuraré no hablar mucho hasta que el recuerdo de este incidente se me vaya disolviendo en la cabeza.

Y puedo asegurar que no me volverá a pasar nada parecido.

Esta es la historia que me contó su protagonista a finales de los años 80, a la que sólo he añadido un poco de contexto y alguna pequeña licencia. Me la contó como un incidente extraño que le había marcado en cierta manera.
Ese protagonista era un compañero de trabajo de nombre Salvador, Boro para los amigos. Quizá alguno de vosotros lo recordaréis.
Seguro que a él no le importa que publique hoy esta pequeña historia, porque hace ya muchos años que a Boro dejó de importarle todo lo de este mundo.

esendraga, marzo 2020

COMPLICADO

Me parece que desde hace un tiempo el significado de esta palabra ha cambiado.
Ahora en los medios se leen/oyen cosas como:
“Una noche complicada deja un desaparecido, ríos al límite y playas destrozadas.”
“Tránsito complicado en la ruta a Chile por un accidente”
En mi opinión el mal tiempo no crea una situación “complicada”. Lo que hace un temporal es dificultar todo, crear caos, dañar propiedades y producir desgracias personales.

Pared complicada

Un desastre no es complicado en sí. Lo que sí es complicado es solventar rápidamente los problemas creados, y más complicado hacerlo si se tienen pocos medios.
También lo es encontrar soluciones estructurales para evitar la repetición de los mismos problemas llegado el siguiente temporal.
En cuanto al tráfico, todos hemos estado en un atasco y no es nada complicado. Un coche va detrás de otro, con paciencia: parón, primera, unos metros, freno, punto muerto. Y así hasta que la obstrucción desaparece y todo vuelve a la normalidad.
Lo que puede ser complicado para las grúas y ambulancias es llegar hasta el accidente. Y luego a veces es complicado sacar a un camión de la cuneta, o a los ocupantes que hayan quedado atrapados, de dentro de un vehículo. También es complicado para las autoridades encontrar rutas alternativas viables que desatasquen la situación.
El DRAE da una definición de este adjetivo que concuerda con el uso que yo siempre la había dado. “Algo que es difícil de comprender o resolver por estar compuesto de muchos aspectos”.
Hay cosas relativamente simples que de entrada nos parecen complicadas. No forzosamente porque tengan muchas piezas o aspectos, sino porque no vemos clara la relación entre ellos. En cuanto encontramos el truco o nos lo cuentan, puede resultar algo sumamente sencillo.

De igual manera se puede decir que es complicado desenredar la cuerda de un ovillo descompuesto. Pero en realidad no es complicado, es más bien lento y tedioso. Lo que es complicado es resolver el problema rápido y bien.
También dice el DRAE que “complicado” se aplica a algo compuesto por muchas partes o elementos.
En este caso no estoy de acuerdo. Una pared compuesta por miles de ladrillos, no es nada complicada, ni de hacer ni de entender el patrón seguido para construirla. Sería complicada si estuviera formada por ladrillos de diferentes formas que hubieran de encajar o que éstos fueran de colores diferentes formando un patrón complejo, difícil de comprender.

Lo que sí es relativamente complicado, por ejemplo, es calcular qué velocidad de viento se necesitaría para tumbarla. Bueno, calcular una velocidad puede ser muy sencillo sin alguien nos da una buena fórmula que aplicar. Lo raro, que no lo complicado, es acertar con el resultado…
Si usamos el adjetivo “complicado” para cualquier cosa para indicar que es un follón, una dificultad, un incordio o un desastre, ¿como vamos a calificar a la teoría de la relatividad, o al cálculo de la trayectoria de una nave entre la Tierra y Alfa Centauro?

El adjetivo difícil no nos sirve como sinónimo de complicado porque hace referencia a la poca facilidad para conseguir un resultado. Hay cosas complicadas que son fáciles de hacer si hay un método que se pueda seguir. Por supuesto que un buen método habrá sido desarrollado por alguien que ha entendido la complejidad de la cuestión y ha encontrado una solución factible.
Y hay cosas poco complicadas, pero que son difíciles de conseguir.
Como por ejemplo, la paz interior. (Es lo primero que se me ha ocurrido, ¿qué pasa?)

De todas formas, cosa complicada es para mí hacer sólo dos caras un cubo de Rubik. Conseguir más de dos caras, ya es súper-complicado.

Y otra cosa mú complicá debe ser aquello de “querer dos mujeres a la vez y no estar loco”.
Esto debe ser lo +.

esendraga, febrero 2020

UN TIPO COMO LOS DEMÁS (Parte 2/2)

(La parte 1 está aquí:  https://esendraga.wordpress.com/2020/02/07/un-tipo-como-los-demas-parte-1 )

Quizá existan otros poblados, pero en sucesivas salidas no encontré ninguno más, pero sí grandes extensiones desiertas de bosque con plantas comestibles. Solía buscar un poco al azar, pero acabé pensando que algún final tenía que tener todo aquel bosque.
Así que un día salí muy temprano, avancé en línea recta sin apenas parar durante mucho tiempo y llegué a un muro. Debía ser el límite del territorio, la pared del fin del mundo. De material duro, era continua y se elevaba por encima de los bosques más altos: imposible saltar. Fui recorriendo la pared, buscando una puerta, hasta que llegué a una zona donde el muro estaba hecho de un material que dejaba pasar la mirada. Era extraordinario: yo veía lo que había al otro lado, pero no podía pasar. Estuve mirando con detalle a través del muro, y todo lo que vi fue un espacio muy grande, abierto, de techos muy altos y suelo muy liso, pero no había actividad. Estaba lleno de objetos voluminosos y se veían puertas, por lo que supuse que era un lugar habitable. Una vez se hizo de noche me retiré a la espesura de bosque, comí tranquilamente, yo solo, y dormité hasta que se hizo de día. Fue curioso porque al anochecer llovió, mientras que en mi poblado siempre llovía de noche cerrada. Se ve que esta zona seguía otra secuencia. Todo esto que estaba observando contradecía lo que desde siempre nos habían enseñado sobre que nuestro poblado y nuestros bosques era el único mundo que existía. Otra pregunta más a la que contestar.

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Pensé que la pared-que-dejaba-ver-a-través también dejaría ver desde el otro lado, así que llegado el amanecer busqué un punto con plantas próximas que me permitía observar aquella extraña habitación estando medio oculto, discretamente.
Al cabo de un tiempo aparecieron varios amos, con ropas blancas que parecían puestas encima de otras ropas que eran de diferentes colores. Paseaban, se sentaban y hablaban entre ellos.  También miraban unos cuadrados que tenían luces de colores que iban cambiando. A través de la pared podía escuchar sus voces y su lengua la entiendo porque nos la enseñan de jóvenes.  Pero las conversaciones que tenían estos que yo veía no eran sobre cosas normales y no comprendía gran cosa de lo que decían. Estaban esperando algo, algo que parecía muy importante. Al cabo de un rato, entró otro de ellos por una puerta y empujaba una jaula grande. Me quedé espantado al ver que dentro estaba la anciana con la que yo había hablado en el poblado de los silenciosos. La sacaron y empezaron a preguntarle si había visto algo raro, si había hablado con alguien extraño y cosas así: no podía ser casualidad. La única explicación es que me habían seguido la pista y me estaban buscando. Pero, ¿por qué?, ¿qué había hecho yo?

Supongo que escapar y hacer preguntas quizá era algo que a ellos no les gustaba. Pero en mi opinión yo no hacía daño a nadie, no sé qué tiene de malo. Si tenemos capacidad para hacernos preguntas y para intentar entender el mundo que nos rodea será para que la usemos, digo yo.
Yo sabía que mi conocida del otro poblado no entendía casi la lengua de los amos, así que entre sus pocas entendederas y lo nerviosa que parecía no les pudo dar muchos datos sobre mí. Al final se llevaron la jaula fuera del cuarto.

Uno comentó que tampoco era tan importante que uno de nivel 2 se dedicara a explorar: así podrían investigar hasta dónde eran capaces de llegar los de ese nivel.
¿Qué sería eso de los niveles?

Luego se pusieron a hablar de otras cosas que no tenían que ver conmigo. Esto parecía significar que no era tan importante que yo anduviese haciendo averiguaciones, lo que me tranquilizó.

Se sentaron todos alrededor de una plataforma elevada y  entendí que estaban planeando algo. Uno de ellos, de pie, les señalaba una pared donde aparecían dibujos y colores, y les hablaba de cosas que no entendí como, entes en mosaico, quimeras y otras palabras que yo no conocía, aunque luego he ido comprendiendo.

En un momento determinado el que estaba hablando señaló a la pared-que-deja-ver-al-otro-lado hacia donde yo estaba y me quedé paralizado del susto. Aunque yo creía estar bastante oculto por las plantas, temí ser descubierto, pero por suerte nadie miró en mi dirección, así que me retiré andando despacio hacia atrás para ocultarme un poco más sin remover mucho las plantas.

Pensé que ya llevaba mucho tiempo fuera del poblado y quizá alguien se daría cuenta de que faltaba, así que regresé a casa. De todas formas, incluso cuando había estado días fuera, nadie de mis vecinos se hacían preguntas sobre mis ausencias: mucho mejor, porque esto me daba mucha libertad.

Estuve unos días sin salir. Pensando.
Creo que había llegado el momento de averiguar de una vez por todas qué somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Seguramente a todo el mundo le llega un momento así. Pero para mí,un tipo como otro cualquiera, no es fácil hacerlo porque significa estar dispuesto a partir de cero, a intentar borrar todo lo que sabes o crees saber, y empezar desde el principio. Y después ya nada puede volver a ser como antes.

Al final decidí que la clave sólo podía estar en los amos, de forma que volví al mismo sitio del otro día, donde la pared-que-deja-ver-al-otro-lado.
No había nadie y esperé hasta la noche. Dormí escondido. Al día siguiente esperé hasta la noche y tampoco nadie apareció. Pero no marché; decidí quedarme allí hasta averiguar algo.
Al poco de amanecer entraron unos cuantos. Se pusieron a hablar todos al mismo tiempo mientras bebían un agua marrón que ponían en unas cosas redondas que sujetaban con sus manos. Algunos de los comentarios que les oí eran tan absurdos como que estaba lloviendo, siendo yo había comprobado que por esta zona sólo llueve un rato al poco de anochecer. Sin embargo debía ser verdad porque algunos tenían la cabeza mojada. Muy extraño.

Este día no tuvieron reunión y cada uno estaba en su plataforma mirando los dibujos y colores en las pequeñas paredes que tenían delante. A ratos hablaban entre ellos, aunque yo no entendía casi nada de lo que decían. Y luego volvían cada uno a sus dibujos y colores.

Al dia siguiente volvieron todos y después de beber el agua marrón, durante bastante rato estuvieron varios sentados delante de la plataforma grande, hablando. Estaban planeando hacer algo, e iba a ser dentro de dos días y que iban a conseguir el nivel 4, el más alto posible. Y yo seguía sin saber qué era eso de los niveles.

Cuando se marcharon me quedé un rato pensativo entre la vegetación antes de regresar, cuando de repente me di cuenta de que alguien me miraba, por entre las hierbas, con unos ojos muy azules. El corazón se me disparó y se me pusieron de punta los pelos de la nuca, aunque me quedé muy quieto, en tensión y preparado para dar un brinco y salir corriendo.

Muy despacio, las hierbas delante de los ojos azules se fueron separando y vi a una joven de pelo rojizo que me hacía un gesto amistoso.

Se fue acercando despacio mientras me decía que estuviera tranquilo. A distancia prudencial se sentó en el suelo y esperó a que yo me repusiera del susto.
Lo primero que dijo fue ¿qué te parece lo que planean los amos?

Otra fuera de la ley, pensé, que también está curioseando. Aunque la habitación de los amos estaba a oscuras y vacía, nos apartamos de común acuerdo lejos de la pared, en la espesura, para hablar tranquilamente. Y nos preguntamos uno a otro, qué sabíamos sobre la situación.

Ella llevaba investigando bastante tiempo, y me había visto ya en dos ocasiones por esta zona. ¡Y yo sin darme cuenta!
Pero había tenido miedo de revelar su presencia y sólo hasta ese día al verme pensativo se había decidido.
Le tuve que pedir que hablara más lentamente porque me costaba entenderla. Su vocabulario también era un poco raro y algunas palabras me eran desconocidas.

Me contó que en su poblado los amos les visitaban a menudo y les hacían un seguimiento personal, y por esto no podía salir tanto como querría.
Me contó que los de su poblado también recibían educación, como en el nuestro, pero debía ser diferente porque conocía más palabras que yo y había conceptos que ella manejaba bien y que yo no acababa de entender. Le pregunté si ella era especial, pero me respondió que en su poblado eran todos parecidos en la forma de hablar.
Para ella yo era la primera persona ajena a su poblado que conocía. Le conté lo del poblado de los poco habladores, y entonces se quedó pensando, porque ella nunca había dado con ningún otro poblado.

Su conclusión es que habría varios poblados con gente ligeramente diferente: uno de poco listos y con dificultades para hablar bien, y otros de gente más inteligente.

Me preguntó qué cosas nos enseñaban de jóvenes en mi pueblo y se lo detallé. Entonces ella, pensando para sí misma, concluyó que al menos habría tres «niveles» de inteligencia. Siendo el suyo el superior de los tres.
Me miró como diciendo “lo siento”, pero no entendí por qué.

Seguimos hablando un rato, y cuando llovió, comentó que en su poblado lo hacía justo al amanecer. ¡Qué raro que en cada pueblo lloviera a una hora diferente!

Ella había llegado a la conclusión de que los amos hacían pruebas con nosotros. Que podían cambiar unas cosas que llamó genes, que llevamos dentro del cuerpo y que cambian nuestra capacidad de pensar, el color de nuestro pelo y otras cosas.
No entendí muy bien la cuestión, y yo estaba interesado en saber más.

Como ambos habíamos oído a estos amos que en dos días pasaría algo, nos despedimos y quedamos en vernos en el mismo sitio dentro de dos amaneceres.

Pasé el siguiente día muy intranquilo: mi mundo, el mundo, no era lo que todos creíamos y todavía nos faltaban muchas cosas por saber.
Dos días después, estaba amaneciendo cuando llegué al lugar acordado, pero no la vi. Sin embargo había llegado antes que yo, pero estaba perfectamente escondida. ¡Qué habilidad para ocultarse, desde luego más lista que yo!

Los dos estábamos nerviosos.
Como todos los días, empezaron a entrar los humanos pero no tomaron agua marrón. Ellos también parecían nerviosos, no paraban de hablar entre ellos. De repente, todos miraron hacia la puerta, que se estaba abriendo, por la que entraron otros humanos llevando una gran jaula. La dejaron y se fueron.

Dentro había cuatro de nuestros semejantes, pero no eran ni marrones como yo ni pelirrojos como mi amiga, sino de pelo gris. Y lo sorprendente es que hablaban el lenguaje de los humanos. Los podíamos escuchar desde donde estábamos. Nuestra lengua no produce sonidos, son gestos y expresiones de la cara pero, ¡estos eran capaces de hacer sonidos como los amos!

Les preguntaron si estaban listos y los cuatro confirmaron que estaban preparados para entrar cuanto antes. Entonces, los humanos les recordaron que tenían que mandar informes y empezaron a acercarse a la pared-que-deja-ver. Nosotros nos alejamos y escondimos un poco más para no ser descubiertos y pudimos ver que en un punto determinado de la pared apoyaron la jaula y se debió abrir un agujero porque los cuatro salieron desde la jaula y entraron en el bosque, pasando a nuestro mundo. Desparecieron entre las hierbas y ya no los vimos más.

La pelirroja y yo nos miramos y vi que ella había comprendido. Me explicó que estos eran como nosotros, pero creados de manera que eran más evolucionados, más parecidos a los amos. Y que ella pensaba que venían a nuestro mundo con alguna misión concreta. Y me temí esto no podría ser nada bueno para nosotros.
Estaba claro que éramos sólo el producto de una combinación que hacían los humanos, y que nos fabricaban a su gusto.

Con estos cuatro super-listos de pelo gris que nos habían soltado, tuvimos miedo de que nos encontrasen y nos despedimos. Si no nos pasaba nada deberíamos intentar vernos de nuevo, más adelante, porque los dos temíamos que nuestro mundo iba a cambiar mucho con la llegada de los nuevos. O quizá no, quizá venían sólo de visita.
Como yo sólo sé contar hasta ocho, quedamos en que nos encontraríamos de nuevo en ese mismo lugar el dia que se cumplieran ocho veces ocho dias desde ese momento.

Ella salió hacia su poblado y me quedé mirando cómo se alejaba. Primero caminó a pasitos cortos moviendo su colita y sus largas orejas, pelirrojas por detrás y rosadas por dentro. De alguna manera supo que la estaba mirando, porque ya a cierta distancia de detuvo, se plantó sobre sus patas traseras y se volvió para decirme adiós con un gracioso movimiento de su hocico. Luego partió a largos saltos.

Y yo regresé a mi pueblo. Empecé a contar los días haciendo montoncitos de piedrecillas. Pero, para que no se perdieran por accidente fui metiéndolas en paquetitos, que cerraba y guardaba en un hueco al llegar a ocho.

Iba por el segundo paquete cuando empezaron a pasar cosas. De repende un dia dejó de haber escuela para los jóvenes. Nadie sabía por qué, pero ya no volvieron a abrir. Esto era muy preocupante y me tenía nervioso e inquieto. No dormía casi y me pasaba el dia de un lado al otro intentando detectar cambios o novedades.
Por esto, a los pocos días y en vista de mi extraño comportamiento mi pareja se fue a vivir a otro sitio y casi dejé de ver a los conocidos y vecinos que me tomaban por un bicho raro.
Unos días después me empecé a dar cuenta de que la suciedad en las calles se acumulaba, mientras que hasta entonces, cada día de mi vida, había amanecido todo limpio.
Cuando llevaba mediado el tercer paquete de ocho dejó de llover y el bosque del que nos alimentábamos empezó a secarse. De momento no nos íbamos a morir de hambre, porque había variedades de hierbas que tardarían mucho en morir, pero esto no podía durar para siempre.
Cuando llevaba contados cuatro paquetitos de ocho piedrecitas cada uno, los de mi pueblo descubrimos una mañana que parte de la valla se había caído y nadie la había repuesto. Nuestro mundo se desmoronaba. Menos mal que sin valla todos podíamos salir a buscar alimento en los bosques circundantes.
Aproveché y fui al poblado de los tontos, para ver si pasaba lo mismo. Me quedé paralizado cuando comprobé, que no había nadie y todo parecía abandonado. Muy mal presagio, pero no dije nada a mi vuelta a casa. Además casi no tenía ya contacto con nadie.
Lo siguiente fue que aunque seguía habiendo dia y noche, la luz era mucho más débil y no era muy fácil moverse por el entorno. La mayor parte de la gente prefería quedarse en sus madrigueras.
Acababa yo de completar cinco saquitos de ocho dias, cuando empezaron a desaparecer vecinos. En dos dias seguidos desapareció casi la mitad.
Llegado este momento ya no esperé, nada me ataba a aquel sitio, allí no quedaba nada que hacer. Aunque todavía faltaban muchos días para mi cita me largué directamente hacia la pared-que-deja-ver. Todo parecía igual que antes. Sólo la hierba más seca y menos luz, como en mi pueblo.

Me hice un pequeño nido en un punto algo apartado del muro. Por allí había todavía hierba bastante fresca y podía esperar con tranquilidad el dia en que vendría mi amiga pelirroja, la de la tribu de los listos.
Otro problema es que cada vez hacía más frío en ese bosque y tuve que traer más hierba seca al nido para protegerme. Sólo salía de mi nido para comer y para echar un vistazo al espacio donde los humanos estaban durante el día. Como siempre, tomaban agua marrón, hablaban y hacían sus cosas, pero todo parecía muy tranquilo. No tenían reuniones, ni se veía entrar y salir mucha gente.

Seguí juntando piedrecitas para no perder la cuenta, esperando el dia, pero un poco desanimado.
Justo el dia en que faltaba un saquito para la cita, mientras regresaba de mi inspección a los humanos entreví no muy lejos, por encima de las hierbas, las puntas de dos orejas largas y pelirrojas. Con precaución me fui acercando, y en efecto era ella. La había encontrado yo antes que ella y los dos nos alegramos de ver una cara conocida tan lejos de casa.
Acomodamos el nido para los dos pero tuve que guiarla. Comprobamos que no todo en su nivel 3 era mejor, ya que su vista era peor con poca luz que la mía, un nivel 2.
Me contó que en su poblado estaba empezando a pasar más o menos lo mismo que en el mío. Pero en lugar de quedarse en sus madrigueras, allí hacían reuniones para decidir qué hacer, respecto a la comida, a las desapariciones y a todos los demás problemas que estaban teniendo.
Pero mi amiga tuvo la misma idea que yo: huir y venir a mi encuentro porque quizá nosotros pudiéramos sobrevivir mejor por nuestra cuenta.

Cuando se hizo de noche tuvimos que parar la conversación porque no nos veíamos los gestos, y ella menos con su peor visión. Nos acomodamos bien juntos porque cada dia hacía más frío. Creo que fue la primera vez desde hacía tiempo que dormía bien, y a ella le pasó lo mismo; el calor de tener alguien al lado nos confortaba de todas las preocupaciones y en cierto sentido nos daba esperanzas.
Esperamos unos días por ver si había novedades entre los humanos, pero hablaban de otros asuntos, que no parecían relacionados con nosotros.

Nos alejamos de allí, buscamos un rincón en el bosque donde asentarnos, al menos temporalmente, y encontramos un lugar en el que por alguna razón hacía menos frío y las plantas seguían creciendo. Había una variedad de flores azules, muy apetitosas y que parecían aguantar bien este ambiente. Nos hicimos la mejor madriguera que pudimos y sin tener ya adónde ir, allí nos quedamos.

Hace mucho que dejé de guardar cada día piedras en saquitos: he perdido la cuenta del tiempo que hemos estado juntos, tiempo que ha sido la mejor época de mi vida. He aprendido mucho, hemos compartido, hemos discutido, que no disputado.
Hemos vivido.
Cada conversación ha sido una ventana a un mundo desconocido, y un continuo desafío para mi el intento de comprender muchas de las cosas que ella me ha contado. No hemos tenido hijos, lo que es raro porque entre nosotros es frecuente tener muchos, pero es igual.
Ahora ya es igual.

Ahora ambos compartimos la intuición de que el fin está cerca. Llevamos mucho tiempo juntos y el mundo se reduce a nosotros dos. No hemos buscado a otros, no nos hacen falta, y además quizá ya no haya otros como nosotros. Tampoco nos hemos topado con los grises super-listos que vimos meter en el bosque.
Si alguien nos creó, nos vigiló y nos cuidó hasta un cierto momento, ahora es seguro que estamos abandonados a nuestra suerte. No sabemos si somos los últimos habitantes del bosque, pero tampoco nos importa.

Da igual. Ambos estamos de acuerdo en que una vida es una vida, hagas lo que hagas. Y que no va a haber otra. En la nuestra hemos tenido de todo: primero fue tranquila y divertida, luego inquieta, peligrosa y agitada. Y cuando todo parecía perdido, hemos encontrado la paz.
Ahora da igual cómo sea el final, no nos importa. Ha merecido la pena.

esendraga, febrero 2020

Según Wikipedia:

La ingeniería genética en plantas no comenzó hasta prácticamente los primeros años de la década de los ochenta.

En la actualidad los científicos han producido entidades tan extrañas como los organismos “en mosaico”, formados por una mezcla de células de especies distintas. Se han creado embriones quiméricos de cabra y oveja, rata y ratón e incluso, recientemente, de conejo y humano (no se permitió que estos últimos se desarrollaran más allá de unos pocos días).

En los últimos años, en el Reino Unido se ha permitido la creación de embriones quiméricos para la investigación en células madre. Hasta ahora, el animal sólo aporta un puñado de genes, en torno al 1% de los presentes en el individuo.

Estos embriones deben destruirse, por ley, a los 14 días.
Al menos en teoría…

 

UN TIPO COMO LOS DEMÁS (Parte 1/2)

Vivimos en un poblado rodeado de bosque, de donde sacamos todo lo necesario para vivir.
Llevamos una vida tranquila, no hay peligros cerca, el ambiente es agradable, ni calor ni frío y siempre llueve en el bosque durante un rato, a medianoche.
En el poblado nos conocemos casi todos aunque de vez en cuando vienen individuos de fuera, normalmente muy jóvenes, pero se integran rápidamente y, al cabo de un tiempo es como si fueran vecinos de siempre.

Soy un tipo normal, llevando una vida normal. Tengo amigos, vecinos, una pareja y en general mi modo de vida es como el de los demás.

Cuadro de Hulda Hakon www.huldahakon.com
(Cuadro de Hulda Hakon  http://www.huldahakon.com )

De todas formas, siempre he creído que yo era algo especial, en cierto sentido. Aunque al mismo tiempo pensaba que no hay nadie realmente “normal” porque todos tenemos nuestras rarezas y nuestras particularidades.

Por otra parte, como grupo social que somos, también nos pensamos que somos únicos, que nuestras costumbres, nuestra forma de comunicarnos es diferente a todas las demás y nos parece la buena, siendo las demás raras y como sucedáneos de la verdadera y más elevada cultura, que casualmente es la nuestra.
Pero en este mundo en que vivimos las cosas no son siempre lo que parecen.

Nosotros no salimos casi nunca del área del poblado, primero porque en general la gente no es muy curiosa y además porque rodeando nuestro bosque hay una valla.
Cada vez que llego hasta la valla, límite de nuestro territorio, yo sí suento curiosidad por saber qué puede haber más allá. Hace ya mucho tiempo fantaseaba con saltar para visitar el exterior. Trepar por la valla resulta imposible, no hay donde agarrarse. Y siempre nos pareció demasiado alta para poderla saltar. Creo que nadie lo había intentado nunca en serio.
Como me gustan los desafíos, llevo tiempo practicando salto en el bosque. Me refiero a salto de altura. Tengo buenas piernas, como todos mis congéneres, pero esto de saltar hacia arriba, no lo hace nadie, no hay tradición ni afición.

En rincones apartados del bosque estuve intentando diversas técnicas de salto, al principio, la verdad, sin muchas esperanzas de mejorar lo suficiente. Pero llegó un momento en que encontré una forma de impulsarme que, con poco esfuerzo, me permitía saltar mucha más altura de la que me parecía posible cuando empecé. Estuve practicando y perfeccionando el salto durante meses hasta que, hace unas semanas, lo intenté con la valla y conseguí pasar al exterior. Me quedé tan sorprendido que volví a saltar adentro inmediatamente, porque siempre se nos ha dicho que escapar no era posible y además estaba prohibido.
Al día siguiente lo hice varias veces para estar seguro de que podía hacerlo con soltura, pero volví al pueblo como si tal cosa, y esperé una semana antes de intentarlo de nuevo por si alguien me hubiera visto y me decían algo.
Como parecía que nadie se había enterado, decidí salir de exploración. Me levanté antes del amanecer y salté. Caminé un trecho y el paisaje resultó similar al nuestro. También hay bosques de herbáceas, aunque más altas que las nuestras y son mucho más extensos que nuestro territorio. Están recorridos por caminos semejantes a los nuestros, sólo que éstos no parecen muy transitados.

Siempre ha habido comentarios de la gente acerca de que no estamos solos sino que hay otros grupos semejantes en otras áreas y eso es lo que yo quería encontrar.
En las primeras salidas no tropecé con nada interesante, así que a la tercera o cuarta salida me decidí a llegar más lejos que las veces anteriores…
Y tuve suerte, pues finalmente he descubierto uno de esos grupos.

Explorando por uno de los caminos me encontré con un individuo rubio, le saludé y en contra de lo que es nuestra costumbre ni siquiera dijo nada. Me acerqué, le volví a saludar y esta vez sí respondió. Pero al dirigirme a él me contestó con un lenguaje que al principio no entendí. Le pregunté dónde vivía, y me miró con cara de no haber comprendido mi pregunta, porque repitió el mismo saludo que había hecho anteriormente. Ahora me pareció entender que era un gesto amistoso, pero no dijo nada más.
A las siguientes preguntas que le hice me siguió mirando como sin entenderme. Le pregunté si vivía sólo, si eran muchos en su poblado o si eran todos los demás semejantes a él. Pero creo que ni se enteró de lo que le preguntaba.
Me miraba todo el rato con cierta curiosidad, pero con cara de no entender. Desesperado de no conseguir nada, ya me iba a despedir cuando me dijo algo que entendí clarísimamente aunque se expresó mal. Dijo que iba a comer comida. Y a continuación interpreté que me invitaba a acompañarlo. Dije que sí y fuimos caminando. Parece que nos expresábamos en el mismo idioma pero me daba la impresión de que su vocabulario era muy reducido. En breve llegamos a un poblado, pero nos detuvimos en las afueras en una especie de comedor. Allí, sin decir palabra, compartimos unas raciones.
Cuando acabamos, entendí que me invitaba a acompañarlo. Por la forma de expresarse pensé que quizá era un individuo con alguna minusvalía, con algún problema físico que le impedía expresarse normalmente. Pero la verdad es que por su comportamiento un poco rudimentario y la forma tan zafia en que comía, más bien me pareció que sería algún problema mental.

Cuando llegamos a su poblado, entramos caminando y él no dijo a los demás nada de mí, que hubiera sido lo normal, pero es que pasé totalmente desapercibido. Nadie parecía fijarse en mí, lo que me extrañó. Pero lo más raro es que el resto de la gente se parecía a mi nuevo amigo: no hablaban y miraban con expresión como ausente. Sin embargo se saludaban entre ellos muy frecuentemente pero sin palabras, sólo con breves besos. Y como mucho vi sólo expresiones muy simples y cortas como “quiero comer” o “me voy”.
Un poco raros, también en otros aspectos. Por ejemplo, nosotros en nuestro poblado no nos ocultamos especialmente para tener sexo, pero en general no lo hacemos en público. Sin embargo ya en las primeras calles vi a varias parejas copulando, como la cosa más normal a la vista de todos.

Le pregunté a mi amigo porqué la gente no hablaba y como era de esperar no me entendió. Me separé del él sin despedirnos siquiera, y estuve paseando un rato buscando a alguien con aspecto de entenderme. Entre ellos se saludaban con besos a menudo, pero nadie se acercó a besarme a mí, supongo que porque me notaban algo diferente o simplemente no me conocían. Ese primer día ya era tarde, así que no tuve tiempo de mucho más. Regresé rápido a casa, pero no dije nada a nadie sobre mi excursión ni sobre mi hallazgo.

Los siguientes días no dejé de pensar en lo raros que eran esos medio-vecinos.
Nosotros somos muy expresivos, nos saludamos incluso de lejos, aunque con los más allegados también nos besamos. Hablamos mucho entre nosotros, nos contamos cosas, nos reunimos, compartimos la comida, cotilleamos. Somos realmente muy habladores y por eso me resultaba tan extraño el comportamiento de esos “vecinos lejanos” que había conocido.

A los pocos días busqué la ocasión y regresé al poblado de los silenciosos e inexpresivos. Seguí el camino de la vez anterior y el panorama que encontré fue semejante. No parecían peligrosos en absoluto, así que abordé a unos cuantos viandantes, y todos parecían tener las mismas limitaciones de mi primer conocido: ni entendían lo que les decía yo, ni siquiera parecían pensar, ni apenas hablaban, y si lo hacían eran sólo unas pocas palabras sueltas, referidas casi siempre a necesidades muy básicas. Había una gran proporción de jóvenes, pero no parecía haber centros de formación porque estaban todos correteando y jugando por las calles, entrando y saliendo de los portales.

Yo me preguntaba cómo podía haber un poblado no muy alejado del nuestro con gente tan diferente y tan limitada mentalmente. A mediodía, hora de la siesta, las calles se vaciaron casi del todo. En vista de que no iba a sacar nada, pensé en regresar y olvidarme de estos sosos e ignorantes, cuando me di cuenta de que una mujer de avanzada edad me estaba mirando desde una esquina. Su mirada era diferente de la del resto de la gente. Desde lejos, me hizo un gesto, indicándome que me acercara.
Nos pusimos a hablar en un rincón y ella miraba constantemente alrededor, como con temor de que alguien nos viera. Hablaba mi lengua aunque le costaba expresarse: usaba frases simples y un vocabulario bastante pobre, pero nos entendíamos. Me había visto intentado hablar con varias personas y me había estado observando. Me dijo que había vivido en un poblado donde hablaban como yo. Por los detalles que me dio, deduje con seguridad que se trataba justamente de mi poblado. Entendí que ella había nacido allí, pero que siendo muy joven la habían traído a éste otro, donde llevaba viviendo desde entonces.
Parece que el motivo del traslado es que se expresaba muy mal y no cumplía los estándares de nivel mental requeridos en su lugar de origen o sea, mi propio lugar.
Me contó que los de su nuevo poblado la habían recibido con indiferencia, tal como yo he visto que hacen con los forasteros. Ella era la única de aquí que hablaba algo más que las cuatro palabras básicas. De hecho me confesó que hacía muchísimo tiempo que no hablaba con ningún semejante. Le propuse que viniera conmigo porque se encontraría más a gusto con gente menos primitiva, a lo que contestó con expresión de temor que de ninguna manera porque le habían prohibido regresar. Incluso tendría problemas si se llegara a saber que había hablado con un forastero.

Aunque se la veía atemorizada, me acabó contando que había tenido descendencia con un individuo  local y que una de sus hijas había resultado de gran inteligencia. Explicó que cuando la joven empezó a demostrar sus habilidades la deportaron. Pensé que quizá a mi poblado porque esto encajaba con lo que yo había vivido. Recuerdo que las personas que venían a mi pueblo, eran siempre jóvenes y NO venían con sus padres.  Ahora lo entendía: los “tontos” que mandaban fuera se iban con toda la familia y los “listos” que venían lo hacían solos. Aunque luego se quedaban al cargo de alguna familia local y se integraban rápido.
Me confirmó que las gentes de este poblado son muy simples de pensamiento, y además de que no saben casi hablar entre ellos, no entienden en absoluto el idioma de los amos.
Me confesó que ella misma nunca llegó a conocer bien esa lengua, que todos nosotros entendemos perfectamente.

O sea que en mi lugar originario, aquellos que presentan un nivel de desarrollo mental bajo, ¿los destierran?
Esta fue mi conclusión, porque ella no era capaz de enlazar lógicamente estos conceptos y sacar conclusiones de carácter general. ¿Era esto de las deportaciones una práctica habitual?
Recuerdo a un compañero de escuela, que iba un poco retrasado en las clases y que un buen día desapareció, junto con sus padres, también. Siempre se dijo, y lo creímos, que habían marchado a otro lugar en busca de una escuela adecuada. Ahora pienso que quizá fueron deportados como  le había pasado a esta mujer.
Estaba claro: mi pueblo es de los hablantes/pensantes y el otro es de los limitados o directamente subnormales. Pero, ¿qué nos hace diferentes?
Estuve bastante rato con la amable anciana, hasta que llegó un momento en que por las calles empezó pasar cada vez más gente y ella se puso tan nerviosa que me di cuenta de que ya no podía sacar mucha más información. Me despedí cortesmente quedando en regresar en otra ocasión para tener otra charla. Y salí del poblado de la manera más discreta posible.

Tenía que averiguar algo más, así que durante las siguientes semanas hice nuevas salidas de exploración…

(Continua en parte 2/2. )

esendraga, febrero 2020

 

PONIENTE FUERZA 10

Hace poco me reencontré con mi buen y viejo amigo Rafa, y como es normal entre gente de cierta edad estuvimos rememorando historias juveniles. Yo recordaba retazos de una de sus aventuras que me había contado hace años, y le pedí que me la relatara otra vez.
Transcribo casi literalmente lo que me ha contado.
La foto es de la época y del auténtico Rafa, a quien siempre he admirado por muchas razones que no vienen ahora a colación. Y vista la imagen desde este siguiente siglo, me asalta un cúmulo de recuerdos, quizá para otro relato….

«Siempre he tenido una gran afición por el mar y por la navegación. Pero como suele pasar, la afición no me venía acompañada de forma automática por los medios necesarios…

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Así que frecuentaba el puerto de Cullera y navegaba con amigos mejor dotados de los pertrechos materiales necesarios.

La “aventura” que me dices, debió pasar a finales de los setenta, ¡cuanto tiempo! ¿verdad?

Por aquel entonces navegaba yo con mucha frecuencia en el velero de un amigo. Era un Puma 26, un barco muy marinero y seguro, en el que regateábamos y hacíamos pequeños cruceros a Baleares, además de practicar escafandrismo, deporte en el que él me introdujo.
Mi amigo , el propietario, trabajaba por entonces en una cierta empresa y su jefe, el dueño de la misma, le manifestaba interés en probar la navegación a vela, así que un día entre semana me llamó:
—Rafa, este sábado he quedado con mi jefe para llevarlo a navegar y necesitaría que me echaras una mano para que todo salga redondo. Quiero quedar bien y que se lleve buena impresión.
—Vale, cuenta conmigo —Cualquier ocasión de navegar me venía bien. —Las previsiones son de poniente fuerza 4, quizás algo más, pero cerca de la costa el mar estará plano y se podrá disfrutar. Tu jefe va a quedar encantado. Hasta el sábado pues…

Llegado el sábado por la mañana, se hicieron las presentaciones de rigor, todo eran sonrisas. Al subir a bordo el jefe, un hombre que por edad casi podría ser mi padre, parecía interesado y emocionado.
Con seguridad de expertos, aparejamos el barco con foque 2 y la vela mayor con un rizo. Por si no lo sabes, esto de tomar un rizo significa acortar un poco la vela por debajo. Y el motivo era que la última previsión había subido la fuerza probable del viento a 5 con rachas de 6. Hombre un viento de entre 40 y 50km/h es un viento bastante fuerte, aunque los marineros lo llamen oficialmente “viento fresco”. Pues esto para nosotros era lo mínimo que necesitábamos para lucirnos. A los veintipocos uno no se preocupa por nada. Dicen que la sensación de riesgo sólo aparece en los humanos cuando se acaba de desarrollar la corteza prefrontal del cerebro, y nosotros la teníamos todavía bien tierna.

El náutico de Cullera no está a la orilla del mar, sino en el último tramo del río, así es que a buena marcha enfilamos la última milla del Padre Júcar, que es la que hay hasta la desembocadura, todos contentos y esperanzados en una singladura memorable. En esto acertamos sin saber hasta qué punto…
Una vez en agua salada, con viento en popa a toda vela (o casi) empezamos a navegar rumbo a levante, yo al timón y mi amigo y su jefe a la maniobra. O sea, los que iban a trabajar.
Al principio mar casi plano, perfecto. Al jefe parecía gustarle y mi amigo estaba encantado de ello.
Luego, ya un poco más lejos de tierra el oleaje empezó a aumentar y el viento pasó, sin avisar, de “fresco” a “frescachón”. (Si estos nombres te parecen de broma, mira en google “Escala Beaufort” y verás que los marineros son unos cachondos nombrando vientos)
Pero ese rato fue genial. Cuando llevas el viento por detrás, las olas corren más que tú y te alcanzan, de forma que el barco “cabalga” por encima de sus crestas; es como si te llevaran en volandas.
Un barco de 9 metros, haciendo surf sobre olas de 3 metros, con un viento de casi 70km/h empujando tus velas es una experiencia  fantástica.

IN-CRE-I-BLE

Todavía hoy, si cierro los ojos, puedo experimentar esa sensación casi de ingravidez. Parece que las fuerzas de la naturaleza te llevan en palmitas. Yo creo que si el entonces jefe no ha olvidado aquel sábado, recordará ese ir en volandas como el principio de su martirio.
No éramos conscientes de que esas fuerzas de la naturaleza podían ser tan salvajes hasta que pasó lo que ahora te cuento.
No era cuestión de alejarse más de tierra porque el viento era ya una cosa que se ponía muy seria. Aquello había dejado de ser “viento frescachón”, y era más bien un temporal en toda regla. Así, que pese a que teníamos todavía la corteza prefrontal inmadura, nos pareció conveniente reducir el empuje del viento, haciendo un poco más pequeña la vela mayor, esto es  tomando un segundo rizo. Una vez hecho, lo pensamos mejor, a la vista de la cara que se le estaba poniendo al jefe, y haciendo una concesión extra a la prudencia cambiamos el foque por el más pequeño que teníamos, adecuando al momento, que por eso se llama “tormentín”.

La idea era virar 180º y regresar lo más directo posible a puerto, ciñendo heroicamente ese viento de poniente que se empeñaba en llevarnos mar adentro.
Al poco de virar y plantar cara a las olas, el viento ya estaba desbocado. Luego supimos que a esa hora había alcanzado los 90km/h con rachas de 100. Y te confieso que cuando la escala Beaufort apoda al viento fuerza 10 como “temporal duro” ya no está de broma.
El tamaño de las olas era tal que había momentos en que parecíamos estar en una cumbre, viendo desde la cresta de una ola ese paisaje azul y blanco a nuestro alrededor. Con ese nivel de temporal los rociones de espuma te dan en la cara con tal fuerza que hacen realmente daño y no puedes ni mirar en la dirección del viento. Unos segundos después, pareces estar en un pozo, rodeado de agua por todas partes, y sólo se ve arriba del todo un trocito de cielo.
Mi amigo y yo estábamos convencidos de que saldríamos del trance sin problemas. El jefe, con un color de cara muy raro, hacía lo posible por ayudar en las maniobras, el pobre. Menudo bautizo de mar…

Pues ya con la proa hacia puerto, el barco y su aguerrida tripulación negociaban sin desfallecer las olas gigantes que se estrellaban sobre cubierta. Lo que no esperábamos, infelices de nosotros, es que fuera una pequeña pieza metálica, un modesto remache colocado a media altura en el mástil, el que no pudo más y cedió, soltando el también modesto cable que lo fija a uno de los laterales del barco.
Oímos de repente, por encima del bramar del “temporal duro”, un terrible chasquido y al mirar hacia arriba, vimos como todo el mástil y botavara con las velas caía por encima de la borda de estribor y quedaba colgando de la jarcia.  Vaya, lo que sería en cristiano colgando desmadejado de una madeja informe de cuerdas y cables…

¿No dicen de una batalla que se perdió a causa de un clavo mal puesto de los de la herradura del caballo del rey correspondiente? En el caso nuestro casi perdemos la batalla final y definitiva por un sencillo remache…
Menos mal que llevábamos un motor Volvo de 25 CV. Los Volvo no son los más baratos, pero mi amigo lo había elegido por ser “superfiable”.
Cuando te quedas sin velas no hay que quedarse parado al albur del temporal esperando que amaine, sino que hay que dar motor a tope, navegar cara al viento e ir atravesando las olas con la máxima potencia.
Con viento fuerza 10, olas de entre 3 y 4 metros, estando a unas 8 millas de tierra (que en este mar eran muuchas millas), con un mástil que en lugar de estar plantado en su sitio no cesa de golpear el casco, sin velas que nos empujen y con un tripulante de color violeta, ¿qué más puede salir mal?

Pues eso. Que el barco se movía tanto que el gasoil no paraba quieto en el depósito y no llegaba correctamente allí a donde se le suponía había de entrar en un motor superfiable y cumplir con su obligación de empujarnos con decisión hasta la desembocadura del rio.
En ese momento supimos que por nuestros medios no salíamos de aquella: a la deriva, atravesados a esas olas enormes el mástil acabaría haciendo un agujero en el casco y fin de fiesta. Llamé por radio al club náutico indicando la posición aproximada e informando de la situación crítica en la que estábamos. ¿Qué otra cosa podía salir mal?

En efecto: contestaron que no tenían remolcador y que con el temporal no iba a salir nadie a buscarnos.
Apagué la radio y subí a cubierta: la noticia no cayó nada bien en mis colegas de infortunio.
La siguiente hora fue alucinante. Cuando uno toma conciencia de que lucha por su vida, los sentidos se agudizan pero la conciencia racional parece que se va de vacaciones.
A cada golpetazo contra el costado del mástil suelto, se nos arrugaba un poco más el estómago, es un decir…

Había que hacer algo. Nos encomendamos a Hércules, el único que en este trance nos hubiera podido echar una mano. Y desde lo alto nos dijo, tan tranquilo, lo que ya sabíamos: cúrratelo y el cielo te ayudará.
Así que pusimos al jefe a sujetar la botavara para evitar que golpeara, mientras los jóvenes intentábamos subir el mástil a cubierta.
El jefe cumplió y aguantó agarrado al trozo de aluminio como una mordaza hidráulica.

Tardamos una hora entera, de las de sesentaytantos minutos, sometidos a sacudidas, bandazos, goterones de agua a casi 100km/h, subidas vertiginosas a las alturas y caídas casi en picado. Sujetándonos como podíamos cuando el barco tomaba una inclinación inverosímil, o las olas barrían la cubierta de lado a lado. Conseguimos finalmente subir los trozos de mástil y amarrar todo sobre cubierta. Nadie cayó y nadie salió dañado. Ese fue realmente el milagro con que Hércules nos favoreció aquel día.
Bueno, me refiero a daños físicos, porque los daños morales van en otra cuenta aparte.

A pesar de que el viento seguía tan bestia y el barco seguía moviéndose a lo loco, a merced de las olas, en ese momento supe que no nos iba a pasar nada: un buen casco como el nuestro, perfectamente cerrado, no se va a hundir por más olas que lo sacudan. Hombre, puede volcar, y entonces es problema es otro. El siguiente pensamiento fue para mi familia y para mi novia. A estas horas tenían que estar llamando sin parar al náutico, a la policía y a los servicios de rescate…

Aunque el festival no menguaba, estábamos un poco más tranquilos. Bajé de nuevo a la radio y al conectarla se empezaron a oír las llamadas de un amigo que había conocido nuestro mensaje de auxilio y había decidido salir a buscarnos. Tenía un barco de 12 metros con un motor potente que, al parecer, sí funcionaba y nos estaba buscando. Nos llamaba angustiado al no encontrarnos. Y no nos veía porque no teníamos mástil y porque un casco blanco es difícil de ver cuando el mar es una superficie de espuma del mismo color.

Al establecer finalmente contacto nos localizó con bastante facilidad. Se trataba de remolcarnos en medio de aquel maremágnum y se situó a distancia suficiente para lanzarnos un cabo.
La tarea no era fácil porque las olas hacían que tan pronto viéramos al otro barco tres o cuatro metros por encima de nuestro nivel y luego lo mismo pero por debajo de nosotros.
Era absolutamente dantesco ver y oír el viento arrancando bocados de agua de la superficie con esa violencia, convirtiéndolo todo en un manto blanco.
No podía acercarse demasiado para que la violencia del mar no nos hiciera chocar. Costó varios intentos, pero finalmente amarramos el cabo a la bita de proa.
Comenzó el remolque y ya nos veíamos calentitos con nuestro café con leche y quizá con una copita de algo en el bar del club, comentando la hazaña.

Después de todo lo que habíamos pasado, ¿qué otra cosa, ya, podía salir mal?

Pues que los repetidos tirones del cabo de remolque, lo partieron al poco rato. Otra vez el barco a bailar, otra vez a lanzar cabos de un barco a otro.
Menos mal que alguien tuvo una brillante idea y que en el barco había los medios para materializarla: en el centro del cabo de remolque amarraron un tramo de cadena de esa gorda, como de 20 metros. El peso hundía cadena y cabo en el agua y eso amortiguaba los tirones. Poco a poco, gracias al potente motor del otro barco y al efecto amortiguador de la cadena pudimos regresar a tierra. Durante el regreso, no nos miramos a la cara ninguno de los tres. Cada uno con sus pensamientos y el jefe de mi amigo sentado en un rincón con su tez color añil.

Ya en puerto, estábamos los dos pendientes de la maniobra de atraque, sin decir palabra. La proa estaba ya a un metro del muelle, cuando vi una sombra que pasaba por mi lado como una exhalación, saltaba con increíble agilidad desde el barco a tierra y desaparecía dando tumbos, corriendo por el pantalán hacia tierra firme.

Jamás volví a ver a aquel señor que tan valientemente había sujetado la botavara a riesgo de su vida.
Y jamás me atreví a preguntar a mi amigo por su jefe. Ni siquiera supe si continuó trabajando allí, si lo despidieron, o si simplemente no se atrevió a regresar a la empresa para no tener que mirar a la cara al heroico jefe.»

¡Cosas de jóvenes!

 esendraga, enero 2020

Como esto es una historia real hay una post-data: el dueño del Puma 26, después del día de autos, presentó ante el astillero constructor del barco el obenque con el remache defectuoso, y la firma le proporcionó todo el aparejo nuevo sin cargo. Todo un detalle.

 

NIRVANA II.

(El año pasado comencé a asistir a clases de yoga en el gimnasio que hay al lado de mi casa.
La experiencia se plasmó en https://esendraga.wordpress.com/2019/05/03/nirvana Este curso el profe gimnasta es otro, y ésta es mi experiencia en una de sus clases)

Me siento en la colchoneta. El salón es grande, rectangular. Y dos de los laterales, formando esquina, son íntegramente de cristal dando uno a la plaza y el otro al jardincillo de al lado. Los otros dos laterales son de espejo.

Cuando entro en la sala, el profe ya está sentado sobre su esterilla en la postura que él llama “postura fácil”. Le imito y me siento con las piernas cruzadas. Lo llamo profe y no sé por qué, pero vaya, así me entiendo. 
Tiene puesta de fondo una música un poco monótona en la que destaca un sonido que recuerda a un sitar o algo así. Pero está muy suave y no molesta, sólo ambienta; es una melodía alegre a la vez que serena. No debe ser auténticamente hindú, pero en cualquier caso me parece muy apropiada.
Dudo si quitarme los calcetines para no resbalar en alguna de las posturas, pero decido dejármelos, hace un poco de fresco.
Ya debemos estar todos, el salón casi lleno de gentes diversas que se colocan en su sitio. Algunos comentan entre ellos…

—Buenos días, ¿qué tal? Un poco nublado, ¿no? Vamos a comenzar la práctica.

 Él levanta la mirada, abarca a toda la sala, sonríe. No es muy alto, pero parece que se crece como yogui. Los murmullos cesan casi por completo. El tipo es gracioso. A menudo está serio, pero da la impresión de que siempre esconde una sonrisa. Y ese pelo de punta que lleva… Pasa un dedo sobre el móvil que tiene a su izquierda y la música baja de volumen un poco más. Lo tiene controlao. Y cambia a otra melodía donde predomina una voz femenina, suave.
Cierro los ojos.
Todos nos vamos colocando bien, en esa postura fácil. Bueno, eso de fácil será para él…

—Voy bajando de mi mente a mi cuerpo. Voy a fijarme en mi respiración, inhalo y exhalo  por la nariz.

Noto un movimiento a mi derecha y entreabro los ojos. A mi lado está acabando de situarse una mujer. Miro el reloj de la pared y en realidad no ha llegado tarde, es que estamos empezando justo a la hora. Vuelvo a cerrar los ojos. Estos pensamientos que me asaltan los tengo que ir apartando, o más bien dejarlos pasar sin hacerles mucho caso. Esto ya me lo sé de otros días anteriores…

 —Hago una respiración larga, profunda. Una sensación de calma inunda mi cuerpo. Siento cómo mi mente, poco a poco, se va acallando, mi cuerpo se va aquietando.
Dejo de lado todo el ajetreo, las tareas. Me centro en el aquí y el ahora, me centro en mi respiración.

Creo que se ha dejado bigote y no nos hemos dado cuenta. Seguramente ha estado un tiempo sin afeitarse y luego se debe haber recortado la barba, pero un poco menos el bigote, de forma que ahora resalta sobre el resto…

—No me distraigo con esos pensamientos que me asaltan, que me abordan.

Vale, tomo nota…

—Veo llegar esos pensamientos, esas inquietudes, no los rechazo, pero no me apego a ellos, los dejo pasar. Al igual que miraría la llama de una vela, sin juzgarla, así he de hacer con mis pensamientos.

Al hablar, tiene una entonación muy personal, bastante eufónica. No como esos periodistillas de telecinco o teleseis que acaban las frases hacia abajo. Él termina un poco en alto, pero con una breve y muy ligera inflexión final hacia abajo.

—Movilizo los hombros una vez.

Y hace esto en cada parte de una frase, como si pusiera una coma. O quizá es una pequeña pausa para darnos tiempo a pensar en lo que ha dicho…

—Ajusto mi postura, con lectura de mi cuerpo.

Lo ha entonado justo como yo esperaba: en “postura” ha hecho ese final en alto y al terminar la frase, otra vez…

—Pies, muslos e isquiones, bien enraizados en la tierra. Abdomen ligeramente contraído.

Intento hacer lo que dice. Lo intento, pero eso de pensar en tantas cosas al mismo tiempo, cuando por otra parte tenemos que evitar pensar…

—Mentón paralelo al suelo, y algo retraído. Brazos cuelgan a los lados apoyados en los muslos o en las rodillas. O bien palmas hacia arriba practicando algún mudra.

El otro día tuve que goglear esto de “mudra”. Son diferentes posiciones de manos y dedos, como eso de hacer un anillo con índice y pulgar que se ve en las imágenes de buda. O la de poner los dedos…

—Espalda recta, coronilla se proyecta hacia arriba, alargando mi columna. Estoy pensando en mi respiración. Crezco, con cada exhalación.

Me intento concentrar, pero antes echo un vistazo y tanto él, como la gente de alrededor tiene los ojos cerrados.
Cierro también los míos e intento crecer con cada exhalación. Me concentro en ello y al cabo de un momento me parece que realmente soy un poco más alto, y a cada respiración más alto todavía. Veo a los demás desde arriba, casi desde el techo. No me he elevado, sino que ahora soy muy alto, muy grande. Raro, un tipo muy grande en medio de toda esta gente… Me asalta la imagen de mí mismo como si fuera ese genio de la lámpara de una película de dibujos, ese tipo enorme y azul. Y enseguida el souflé de mi elevación se desinfla y vuelvo a ras de suelo, y a mi color normal y a mi tamaño habitual…

—Vamos a practicar la respiración cuadrada.

Y nos explica en qué consiste. Se ve que es un tipo de «pranayama». Otra cosa que habrá que goglear. La verdad es que con esta respiración tan lenta, casi entra uno en apnea y claro, cuando el % de CO2 empieza a subir en los pulmones, el cerebro abandona pensamientos superfluos y se centra en intentar algo para que entre más oxígeno. Pero aquí está la voluntad del yogaire, para desactivar ese sistema automático…

—Repetiremos doce veces, cada uno a su ritmo.

Entreabro los ojos. Él está de cara a todos nosotros y de espaldas al ventanal que da al jardín. Afuera el tiempo está gris, pero el color del follaje de estos árboles es precioso. Siguen verdes gran parte de las hojas, pero muchas de ellas han virado a ocres y amarillos de variados tonos. Precioso para una foto.

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(La foto es de varios días después, cuando la mitad de las hojas bonitas ya se habían caído)

Ya estamos otra vez: mi cabeza haciendo caso a esos pensamientos que vienen. Dejaré lo de la foto para otro día…
Hago la respiración cuadrada lo mejor que puedo. Me doy cuenta de que puedo acompasarla con el fraseo de la señora que canta suavemente su letanía por los altavoces. No sé si se habrá elegido la música adrede o será casualidad, pero a mí me viene bien tomar los compases de la melodía como referencia. Me concentro en ello…

—Poco a poco voy activando mi cuerpo iniciando el calentamiento.

Lo que pasa es que si no hago la foto pronto, estas hojas tan bonitas acabarán en el suelo y adiós foto, con lo que me gustaría…

—Mi mentón, va hacia el esternón.

Esas tonalidades siempre gustan y son muy resultonas…

—Ahora, mi mentón, va hacia el cielo. No dejo caer la cabeza hacia atrás, es mi mentón el que se eleva. Inhalo arriba, exhalo bajo.

Seguimos con ejercicios de cuello, ahora laterales.

—No fuerzo, escucho mi cuerpo.

Yo entiendo lo que dice. Pero lo que él no sabe es que un cuerpo de “persona mayor” sometido a una práctica de yoga no te habla, te grita. No puedes hacerte el sordo a su desesperada reclamación de abandonar la postura fácil o de parar la práctica ya mismo. Pero aquí estamos…

—Giro la cabeza a la derecha inhalo. Exhalo, paso por el centro e inhalo hacia el otro lado.

Al girar la cabeza a la derecha abro los ojos un poco. Casi detrás de mi está un vecino a quien no vi al entrar. Está concentrado, ojos cerrados. Vale, tomo nota, y cierro los míos…

—Mano izquierda sobre rodilla derecha, la mano derecha, la coloco en el suelo, detrás y noto el giro de mi torso. Mantengo el cuerpo erguido.

En uno de los giros a izquierda vuelo a entreabrir los ojos y echo un vistazo a los condiscípulos. Casi todo mujeres, jóvenes, medianas, mayores y muy mayores. De todos tamaños y morfologías. Algún chico joven, atlético. Y varios señores mayores, también de diversos tamaños y colores, entre los que me temo estoy incluido. Me gusta esta mezcla democrática-igualitaria de gente de todo tipo y casi de toda condición. Aunque la única condición que de verdad compartimos todos los asistentes es la suerte de tener libre un día laborable de 0930 a 1030, lo que no está al alcance de cualquiera. 

—Ahora haremos unas rondas de saludos al sol.

En estos saludos al sol, cuando toca plegarse, como muy abajo, me llegan las puntas de los dedos a más de dos palmos del suelo si no doblo las rodillas. ¿Óxido, falta de engrase? Creo que será porque no he hecho casi ejercicio físico en el último medio siglo. Y medio siglo es mucho. Son 50 vueltas al sol y algo así como 50×300 === 15 y tres ceros, más de 15.000 días…

—Inhalo, arriba. Exhalo, manos al pecho.

A cada bajada intento plegarme más, pero la bisagra da lo que da. Concentrado en el esfuerzo que me cuesta, ya he perdido la cuenta de las rondas de saludos…

—Ahora haremos dos rondas más, y un poco más dinámicas.

Cada vez que dice lo de bajar en «chaturanga» me hace gracia: tengo que buscar qué significa, pero parece que es como las flexiones clásicas…

—Uno más y nos quedamos en perro boca abajo. Disfruto de esta confortable asana.

En el último de los saluditos, los brazos ya me arden, y ya no puedo más de estar como perro boca abajo. Y eso que es interesante mirar hacia atrás, por entre tus propias piernas. Nadie ve si miras porque todos miramos hacia atrás….

—Aguantamos una respiración más. Larga y profunda.

A la siguiente ronda miro atrás y veo varias nucas, pelos cortos, largos, morenos, rubios, sueltos, colas de caballo. Es el mundo visto del revés. Ya a punto de desplomarme miro al fondo por el espejo y veo a una señora que, entre el compás de sus piernas, me mira cómo la miro…

—Ahora, podéis apoyar la frente en el suelo, vientre sobre vuestros muslos. Los brazos a lo largo de vuestro cuerpo. Notad como la respiración…

Menos mal que nos deja descansar un poco en posición fetal boca abajo, sobre la colchoneta.

—Ahora, sí. Podéis sonreír. Nadie os ve.

Hay un rumor general y alguna risilla. Le hago caso y sonrío al suelo, me gustaría ver mi expresión. Debo parecer bastante lelo con este rictus. Un móvil grabando video desde bajo a través de un agujerito en la colchoneta, estaría gracioso…

—Respiración lenta y profunda.

El otro día hicimos saludos a la luna. Y comentó que el motivo era porque al día siguiente estaría llena…

—Ahora, de pie, sobre la parte delantera de la esterilla.

Miro de reojo el reloj. Falta casi media hora. ¿Qué?, ¿todavía treinta minutos? No se si aguantaré hasta el final.
La música sigue suave y me resigno. Parece como canto gregoriano, pero con voces femeninas…

—Pie derecho atrás, rodilla izquierda sobre tobillo izquierdo.

Este muchacho es bastante flexible y está fuerte, aunque no tiene el aspecto típico de supercachas de gimnasio…

—Observo la apertura de mis ingles, miro al frente. Siento, la fuerza del guerrero, de la guerrera que llevo en mí.

Cuando la posición del guerrero se me hace ya difícil de aguantar, aparto la mirada de mis dedos extendidos y giro la mirada hacia él. Está firme en la postura, mirando a su vez por encima de los dedos de su mano extendida, con energía. Detrás de él y más allá de los ventanales, el paisaje otoñal con su cielo gris. No me tengo que olvidar de hacer foto a las hojas de esos árboles antes de que se caigan. Mis brazos ya no aguantan más en la postura, y voy a dejarlos caer, como las hojas. Pero en ese momento el profe se yergue y nos indica que nos mantengamos durante un par de respiraciones más, antes de pasar a la siguiente asana. Aguanto como puedo. Noto una gota de sudor cayendo por mi espalda y, por lo que veo a mi alrededor, no soy el único y todavía faltan 20 minutos…

Mi parte consciente se va apagando en los siguientes ejercicios, porque la supervivencia es lo primero, y la cuestión es llegar entero hasta la última asana…

—Nos tumbamos boca arriba, los brazos a lo largo del cuerpo…

¡Menos mal, ya llega la parte que más me gusta!

—Tomaremos, unos minutos de relajación, antes de despedir la práctica. Si alguien quiere cubrirse, es el momento. Abandonamos el control muscular.

Le hago caso, trato de relajarme y de apartar los pensamientos que me empiezan a llegar nuevamente…

—Los pies caen a ambos lados, las manos abiertas con palmas hacia arriba.

 Intento tomar conciencia de todas las partes de mi cuerpo, pero sin llegar a moverlas. Probad y veréis que no es tan fácil.

Le oigo pasear entre los asistentes. Se detiene no muy lejos de donde yo estoy y comienza a decir un pequeño cuento. Supongo que lo debe leer en el móvil. Escucho atentamente el cuento de la taza de té. Lo recita con voz decidida, pero bastante suave, con esa entonación tan personal.

—… cuando la taza rebosó, el sabio, aparentemente distraído, siguió vertiendo la infusión de manera que el líquido se derramaba por la mesa.

Nos lee historias cortitas, sencillas, pero tienen su miga. Deben ser clásicos del género, que te inducen a una pequeña reflexión.

—El sabio le respondió: «Usted es como esta taza, llegó aquí colmado, de opiniones y prejuicios. A menos que su taza esté vacía, no podrá aprender nada»

Nos deja un par de minutos para que cale en nosotros la lectura y luego nos incorporamos poco a poco. Ahora, ya sentados, despedimos la práctica. Juntamos las manos ante nuestro pecho. Hacemos una ligera inclinación.

—Muchas gracias por compartir esta práctica. Namaste —Dice con una sonrisa.

Y terminamos con un breve aplauso de cortesía.

—Me gusta este chico, es gracioso —comenta mi amiga Tere mientras salimos.

esendraga, enero 2020.