LA ÚTLIMA VEZ FUE EN LA TRASERA DE LA FURGONETA

La última vez fue en la trasera de la furgoneta, antes de entrar en Polonia. En aquél descampado hacía frío pero los dos estábamos sudando allí dentro. Irina es puro fuego.

Foto: sprzedajemy.pl

A Irina la conocí en un parque, cerca de casa, unos meses antes de la guerra. Paseando a mi perro ya de noche, me senté en un banco. Cerca, un grupo de chicos y chicas estaban hablando, seguramente compañeros de instituto. Ella destacaba sobre los demás, parecía mayor y tenía más cuerpo de mujer que muchas de treinta o cuarenta años con las que me he acostado y encima guapísima.
Al cabo de un rato discutieron y se marcharon todos, menos ella que se quedó sentada. En aquel momento yo no tenía pareja y la chica me gustó, pero no es mi estilo abordar chicas así, en frío.
Pero por suerte mi perro se acercó a su banco y ella lo acarició pensativa. Gracias a eso entablé conversación y resultó que vivíamos en el mismo barrio. Se le notaba tristona y no hablamos mas que unas frases porque se despidió enseguida, y eso que me quedé con las ganas de estar más rato cerca de ella.
Nuevo golpe de suerte cuando al cabo de un tiempo la volví a ver por el barrio y esta vez me acerqué yo. Hacía sol, ella estaba sonriente, hablamos un rato y quedamos para otro día. Nos entendíamos bien porque no sólo parecía mucho mayor de lo que era sino que pensaba y sentía como una mujer adulta. Y de cerca, con buena luz, era más guapa todavía. El caso es que nos acostamos en mi casa la tercera o cuarta vez que quedamos. Fue un terremoto: ella tenía bastante experiencia, adquirida con compañeros de clase según me acabó contando, y ese día nos pilló en vena a los dos. Como si hubiera sido mi primera vez, en serio.

Mientras tanto, Katia que en aquél entonces yo creía que era su hermana, estaba en el asiento del conductor arropada en una manta y permanecía impasible pese al movimiento del vehículo y al ruido que hacíamos. Ella miraba hacia delante, hacia una colina reseca que estaba allí. En todas las ocasiones en que nosotros nos liábamos ella parecía no enterarse: o se entretenía con algo o miraba el paisaje.
Sólo hace dos semanas de aquello y parece que haya pasado un año.

Ella vivía con su abuela y su padre y siempre me dijo que había cumplido dieciocho. De su madre nunca me ha querido hablar.
Yo vivía sólo, con mi perro, en uno de esos conjuntos de bloques todos iguales, al norte de una ciudad portuaria y pequeña. Justo ahora que he llegado a España me acuerdo del principio de El Quijote porque me llamó la atención. En clase de español nos dijeron que era algo así como: ese lugar de donde vengo, “de cuyo nombre no quiero acordarme”. Pues justo ese es mi caso.
Desde 2015 trabajaba en unos astilleros haciendo labores de mantenimiento, la vida no me era particularmente divertida pero a mis cuarenta vivía tranquilo y bien. Había viajado varios veranos por Europa, vacaciones en Albania, en Croacia y también en España, Málaga, hace dos años. Iba a decir que en el sur se liga mucho, pero la verdad es que si pones de tu parte se puede ligar en casi cualquier sitio, aunque es más fácil si estás de vacaciones. Me atraía mucho la vida en esos países soleados aunque no lo bastante como para emigrar porque allí la vida tampoco es fácil. Pero siempre había pensado que si tuviera que salir de mi casa me iría al sur, y eso es justo lo que ha pasado.

A finales de febrero, cuando empezaron los ataques rusos, todos seguimos intentando hacer vida digamos normal. Pero a las dos semanas bombardearon cerca de los astilleros. No es que tuviera miedo, pero vivir pendiente de lo que pueda caer de cielo en cualquier momento o de si una columna de tanques va a cruzar al puente no es plan.
Irina tampoco estaba a gusto y aunque hablamos de la posibilidad de marcharnos lo dejamos aplazado porque ella no quería dejar a su familia.
El padre de Irina se alistó y ella quedó sola con su abuela, hasta que días después apareció Katia, que según me dijeron era su hermana que había vivido hasta entonces con la madre. Por mi parte no tenía motivos para dudarlo, se llevaban un par de años, las dos rubias, ojos azules, delgadas…
Poco después medio barrio quedó en ruinas y entonces ya me planteé en serio largarme porque los rusos no iban a tardar mucho en ocupar la región.
El padre de Irina llevaba varias semanas sin dar señales de vida y la abuela aseguraba llorando que “sabía” que su hijo estaba muerto. Cuando la visité me pidió que me llevara a las dos chicas conmigo; ella no veía mal mi diferencia de edad con su nieta y prefería que tuvieran una oportunidad de salir de aquello. Era una mujerona de origen ruso y hablaba un ucraniano muy básico. Me dijo que cuando las cosas empeoraran no podría cuidar a las dos porque ya estaba mayor y su pensión era ridícula. Si estaba sola podría intentar refugiarse en el pueblo donde había vivido antes de venir a la ciudad, o quizá buscar refugio en Rusia, y si tenía que morir lo haría tranquila sabiendo que sus nietas estaban a salvo. En esta guerra, y supongo que en todas las que ha habido antes, dos chicas jóvenes y muy guapas eran un atractivo para lo peor, tanto por parte de los invasores como de los defensores.
Yo quería traerme sólo a la mayor, pero me rogó que me las llevara a las dos.
Antes de decidirme llamé a un compatriota que conocí en Málaga y me dijo que desde Polonia se organizaban viajes en autobús hacia España. El gobierno estaba dando facilidades especiales a los refugiados de esta guerra.
Junté todos los euros que tenía ahorrados y dejé casi toda mi moneda ucraniana a la abuela, pobre mujer. Espero que sobreviva a todo esto.

Salimos un día despejado antes del amanecer y recorrimos el país de punta a punta hasta llegar a Polonia. Mi furgoneta, heredada de un tío mío fontanero con quien había trabajado de aprendiz, era sólo de dos plazas pero nos fuimos arreglando. La pequeña iba casi siempre detrás escondida y el perro suelto para disimular por si nos paraba alguien. Casi dos mil kilómetros hemos hecho. A veces viajábamos de noche y siempre intentábamos evitar los controles que son casi más peligrosos en campo abierto que las propias bombas. Sólo avanzábamos si veíamos el campo realmente despejado; algunos días permanecimos escondidos por precaución. A través del móvil, cuando había cobertura, nos llegaba algo de información sobre los avances rusos y las zonas más peligrosas, pero pudimos comprobar que nada de lo que se decía era fiable y nos movíamos más por intuición.
Desde casa habíamos salido con toda la comida que pudimos reunir y casi no tuvimos que comprar nada por el camino.
En general soy bastante valiente y algo peleón, pero si alguna vez tengo miedo hago todo lo posible por disimularlo. En este viaje he de confesar que hemos pasado momentos de mucho peligro, hemos visto pasar misiles por encima de nuestras cabezas y nos hemos cruzado con convoyes rusos. Yo me hacía el seguro ante las chicas, pero había veces que eran ellas, Irina sobre todo, las que mantenían la sangre fría.
El peor momento fue una tarde en que no pudimos esquivar un control de carretera, y las cosas se empezaban a poner feas. Estaba en una carretera segundaria, en medio de ninguna parte, y al registrar la furgo los soldados encontraron a Katia escondida en la trasera. Empezaron a tontear con las chicas y a ponerme pegas por la documentación, por la furgoneta, por todo. Empecé en plan dócil a ver si nos dejaban tranquilos, pero al final me cabreé y me puse chulo. De verdad que pensé que eso iba a ser mi final. Y aquí tuvimos el golpe de suerte de nuestras vidas: justo cuando tenía un cañon apoyado contra mi frente y como música de fondo a los latidos de mi corazón escuchaba las risotadas de los otros soldados, justo entonces, sonaron muy cerca unos disparos de tanque. Los soldados quedaron un momento desconcertados y luego salieron corriendo atendiendo las órdenes que alguien les gritó. Salimos a toda pastilla de allí, hasta que perdimos de vista el control y una columna de tanques que se acercaba desde el norte por un camino de tierra. A un lado, a cierta distancia había un acuartelamiento o algo así y seguramente por eso había un control y por eso el ataque. Por cierto que en google maps no ponía nada de los cuarteles. No paramos hasta estar bastante lejos pero escondimos la furgoneta bajo unas ramas porque pensamos que habíamos caído en una zona en disputa. De noche se veían destellos y explosiones tanto carretera adelante como por donde habíamos venido. Creo que ninguno de los tres pudimos dormir esa noche. Al día siguiente no nos movimos de allí porque todavía se escuchaban disparos en la lejanía.
Irina y Katia no serían hermanas, pero se querían y confiaban la una en la otra como si lo fueran; eso y la madurez de las dos nos ayudó siempre.

Durante esas largas semanas de viaje en furgoneta, tuve tiempo de pensar: yo sólo con estas dos a quien cuidar y mantener, ¿qué futuro tenía en otro país? Si el gobierno español nos daba facilidades quizá era posible conseguir un trabajo y vivir decentemente.
Si Katia e Irina se hubieran quedado en casa sí habrían tenido mal futuro. Solas, sin edad suficiente para integrarse en el ejército y sin nadie con medios para cuidarlas, de no ser víctimas de las bombas o de la miseria lo habrían sido de los soldados de uno u otro lado, porque allí la vida ha saltado en pedazos ensangrentados, y santos ya no quedan.
Ese conocido de Málaga es un poco caradura y me temo que tiene contactos en negocios turbios. Ya camino de Polonia le llamé para avisarle de que intentaría ir a su encuentro. Cuando le dije que conmigo venían dos chicas, también refugiadas, pareció encantado cuando le confirmé que sí, que eran guapas las dos. Empezó a decirme que donde él estaba se cotizaban mucho las jóvenes eslavas, que muchos hombres, padres de familia, solteros, mayores y jóvenes estarían dispuestos a pagar una buena cantidad de euros por una noche con chicas como las que llevaba conmigo; que la gente era bastante civilizada y no solían pegarles o maltratarlas. No quise oír más y le corté en seco: yo no pensaba explotar a las hermanas, ni a Irina por ser mi pareja ni a la otra, que es una chiquilla.
Aunque luego, en las largas noches de furgoneta con el sueño ligero y atento a los ruidos de alrededor, tuve tiempo de darle vueltas al asunto. Si la acogida española no era tan buena como nos anunciaban, la verdad es que tendríamos un problema. Sería una gran ayuda encontrar un caprichoso que pagara y tratara bien a Katia. Y para ella siempre sería mejor eso que ser violada por una patrulla entera de soldados sobre las ruinas de un centro comercial, con olor a humo, a carne quemada y a muerte.
Si las cosas se nos pusieran realmente feas y yo no encontrara trabajo, pienso que Irina también estaría dispuesta a ese pequeño sacrificio. En lugar de follar conmigo lo haría con alguien quizá más guapo y más perfumado, en una casa con techo y cuatro paredes, con cristales en todas las ventanas y sobre una cama limpia. Pero todo se verá y espero que no sea necesario.
En un pueblo que parecía tranquilo, cerca de la frontera, abandonamos a mi perro. No me quedó más remedio. También intenté vender la furgoneta por allí, pero al final la abandonamos cerca del punto fronterizo de encuentro de refugiados. Desde ese lugar unos viejos autobuses de transporte urbano nos llevaron a Varsovia.
Una vez allí había mucho lío en los mostradores de recepción, pero estábamos contentos de ser atendidos.
A la hora de las identificaciones dije que las chicas eran mi novia y su hermana pero cuando miraron las documentaciones me enteré de que Irina y Katia no eran familia. Irina me confesó que ella tenía sólo diecisiete años y que Katia era en realidad una amiga íntima, de toda la vida, un año menor que ella, que se había quedado sola y sin familia en uno de los bombardeos. Si llego a saber que no son hermanas creo que no me la habría traído, pero ya está hecho, es una buena chica que no tiene a nadie y no habría estado bien abandonarla a su suerte.
Después de todo el papeleo, nos asignaron un autobús que iba a salir hacia España al día siguiente y nos alojaron en un albergue algo improvisado que habían montado cerca de la estación de autobuses. Cuando finalmente subimos y nos sentamos, nos miramos los tres: habíamos cambiado de mundo: en un autobús nuevo, con gente amable que nos daba agua y bocadillos para un camino que nos iba a llevar a un lugar cálido y acogedor.
Yo nunca lloro. Pero tuve que respirar hondo varias veces. Parecía un sueño.

El olor a guerra, por lo menos a mí, se me aloja en un punto de la frente justo encima del puente de la nariz. Cuando anida ahí te hace fruncir el entrecejo y ya no se marcha porque está unido a la sensación de peligro, a la necesidad de alerta constante, a la permanente disposición mental de defenderte por cualquier medio y sin miramientos llegado el caso. Y alguien me dijo que ese regusto amargo, permanente, que hemos tenido desde el momento del primer bombardeo es debido a la adrenalina. No sé, será verdad.
Los primeros kilómetros no nos miramos, íbamos los tres encerrados cada uno en sí mismo. Pero en la primera parada nos volvimos a mirar y, en esa mirada compartida entre los tres, dimos por sentado que todo era real y vimos en nosotros los primeros síntomas de que ese olor que llevábamos dentro iba a empezar a ser más llevadero y que la sensación amarga en la garganta iba a remitir. Nunca lo olvidaríamos pero al menos podríamos vivir sin esa espina calvada siempre en el mismo sitio.
El viaje ha sido largo, pero se nos ha hecho corto.
Llegando a Madrid, he visto movimientos extraños en el autobús. La gente nos señalaba y comentaba en cuchicheos, aunque las chicas no se daban cuenta porque han dormido casi todo el rato.
Los organizadores que vienen en el bus me han preguntado varias veces y de diferentes formas qué relación tengo con Irina y con Katia, que qué pensamos hacer en Málaga, que si tenemos recursos, que si conocemos a alguien.
No sé a qué viene tanta pregunta porque la respuesta es siempre la misma: venimos de una guerra, nos hemos salvado por los pelos, las chicas no podían quedarse en casa y me las he traído porque me lo ha pedido la abuela de la mayor, y que la otra venía en el paquete.
¿Qué más quieren saber, qué más les puedo contar? ¿No lo entienden? ¿Que qué tenía pensado hacer en Málaga?
Pues lo que nos pase después va a depender de ellos, de estos europeos morenos de la otra punta del continente. Si nos ayudan podremos vivir decentemente: yo puedo trabajar de conductor, mecánico, electricista o fontanero y ganar el sustento para los tres. Irina casi ha acabado el instituto, es lista y puede trabajar en cualquier cosa. La pequeña tendrá que estudiar, se supone.
Pero si nos abandonan nos las tendremos que arreglar, de una forma u otra, honrada o no.
Al bajar del autobús en Madrid me han detenido. Cuando me han separado de ellas me he cabreado mucho y he intentado defenderme, pero no he conseguido nada y me temo que esto ha empeorado la situación.
Escribo esto en el calabozo, a la espera de que la policía me vuelva a interrogar. Y luego quizá me suelten o, lo más seguro, me manden a un juez que decidirá qué hacer conmigo. Creen que mi intención era prostituir a las dos para hacerme rico, pero están equivocados. Ellos sólo lo ven como blanco o negro pero la respuesta no es tan fácil como a ellos les gustaría, y la realidad no es tan simple como les parece.
Tantos kilómetros y tanto sudor para esto…
¿Mejor haber venido sólo? No lo sé. A pesar de todo creo que lo volvería a hacer.
Aprecio de verdad a Irina y quizá no la vea nunca más, ni a su amiga tampoco. No tengo idea de cómo funcionan aquí la justicia o el gobierno y nadie me ha dicho qué puede pasarme. Después de tantos apuros espero que a ellas las traten bien. Irina cumplirá pronto los dieciocho y será mayor de edad, deseo que acierte en su camino. Por su manera de ser creo que si acaba la guerra querrá volver a casa.
La amiga, casi hermana, la pobre Katia, espero que tenga más oportunidades. Si pudieran permanecer unidas en este nuevo país sería lo mejor. Seguro que aprenderá pronto el idioma de aquí, por cierto que en Varsovia comprobé que sabe bastante inglés. Le deseo que pueda estudiar algo interesante que le permita vivir honradamente sin tener que acostarse con nadie, más que por gusto. Katia está sola y no creo que tenga ningún interés en regresar: no tiene dónde volver y nadie la espera.
Está más sola que yo.

Una policía con coleta me indica que me acerque a la reja para ponerme las esposas antes de abrir la puerta.
Tengo que irme.

esendraga, agosto 2022.