PONIENTE FUERZA 10

Hace poco me reencontré con mi buen y viejo amigo Rafa, y como es normal entre gente de cierta edad estuvimos rememorando historias juveniles. Yo recordaba retazos de una de sus aventuras que me había contado hace años, y le pedí que me la relatara otra vez.
Transcribo casi literalmente lo que me ha contado.
La foto es de la época y del auténtico Rafa, a quien siempre he admirado por muchas razones que no vienen ahora a colación. Y vista la imagen desde este siguiente siglo, me asalta un cúmulo de recuerdos, quizá para otro relato….

«Siempre he tenido una gran afición por el mar y por la navegación. Pero como suele pasar, la afición no me venía acompañada de forma automática por los medios necesarios…

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Así que frecuentaba el puerto de Cullera y navegaba con amigos mejor dotados de los pertrechos materiales necesarios.

La “aventura” que me dices, debió pasar a finales de los setenta, ¡cuanto tiempo! ¿verdad?

Por aquel entonces navegaba yo con mucha frecuencia en el velero de un amigo. Era un Puma 26, un barco muy marinero y seguro, en el que regateábamos y hacíamos pequeños cruceros a Baleares, además de practicar escafandrismo, deporte en el que él me introdujo.
Mi amigo , el propietario, trabajaba por entonces en una cierta empresa y su jefe, el dueño de la misma, le manifestaba interés en probar la navegación a vela, así que un día entre semana me llamó:
—Rafa, este sábado he quedado con mi jefe para llevarlo a navegar y necesitaría que me echaras una mano para que todo salga redondo. Quiero quedar bien y que se lleve buena impresión.
—Vale, cuenta conmigo —Cualquier ocasión de navegar me venía bien. —Las previsiones son de poniente fuerza 4, quizás algo más, pero cerca de la costa el mar estará plano y se podrá disfrutar. Tu jefe va a quedar encantado. Hasta el sábado pues…

Llegado el sábado por la mañana, se hicieron las presentaciones de rigor, todo eran sonrisas. Al subir a bordo el jefe, un hombre que por edad casi podría ser mi padre, parecía interesado y emocionado.
Con seguridad de expertos, aparejamos el barco con foque 2 y la vela mayor con un rizo. Por si no lo sabes, esto de tomar un rizo significa acortar un poco la vela por debajo. Y el motivo era que la última previsión había subido la fuerza probable del viento a 5 con rachas de 6. Hombre un viento de entre 40 y 50km/h es un viento bastante fuerte, aunque los marineros lo llamen oficialmente “viento fresco”. Pues esto para nosotros era lo mínimo que necesitábamos para lucirnos. A los veintipocos uno no se preocupa por nada. Dicen que la sensación de riesgo sólo aparece en los humanos cuando se acaba de desarrollar la corteza prefrontal del cerebro, y nosotros la teníamos todavía bien tierna.

El náutico de Cullera no está a la orilla del mar, sino en el último tramo del río, así es que a buena marcha enfilamos la última milla del Padre Júcar, que es la que hay hasta la desembocadura, todos contentos y esperanzados en una singladura memorable. En esto acertamos sin saber hasta qué punto…
Una vez en agua salada, con viento en popa a toda vela (o casi) empezamos a navegar rumbo a levante, yo al timón y mi amigo y su jefe a la maniobra. O sea, los que iban a trabajar.
Al principio mar casi plano, perfecto. Al jefe parecía gustarle y mi amigo estaba encantado de ello.
Luego, ya un poco más lejos de tierra el oleaje empezó a aumentar y el viento pasó, sin avisar, de “fresco” a “frescachón”. (Si estos nombres te parecen de broma, mira en google “Escala Beaufort” y verás que los marineros son unos cachondos nombrando vientos)
Pero ese rato fue genial. Cuando llevas el viento por detrás, las olas corren más que tú y te alcanzan, de forma que el barco “cabalga” por encima de sus crestas; es como si te llevaran en volandas.
Un barco de 9 metros, haciendo surf sobre olas de 3 metros, con un viento de casi 70km/h empujando tus velas es una experiencia  fantástica.

IN-CRE-I-BLE

Todavía hoy, si cierro los ojos, puedo experimentar esa sensación casi de ingravidez. Parece que las fuerzas de la naturaleza te llevan en palmitas. Yo creo que si el entonces jefe no ha olvidado aquel sábado, recordará ese ir en volandas como el principio de su martirio.
No éramos conscientes de que esas fuerzas de la naturaleza podían ser tan salvajes hasta que pasó lo que ahora te cuento.
No era cuestión de alejarse más de tierra porque el viento era ya una cosa que se ponía muy seria. Aquello había dejado de ser “viento frescachón”, y era más bien un temporal en toda regla. Así, que pese a que teníamos todavía la corteza prefrontal inmadura, nos pareció conveniente reducir el empuje del viento, haciendo un poco más pequeña la vela mayor, esto es  tomando un segundo rizo. Una vez hecho, lo pensamos mejor, a la vista de la cara que se le estaba poniendo al jefe, y haciendo una concesión extra a la prudencia cambiamos el foque por el más pequeño que teníamos, adecuando al momento, que por eso se llama “tormentín”.

La idea era virar 180º y regresar lo más directo posible a puerto, ciñendo heroicamente ese viento de poniente que se empeñaba en llevarnos mar adentro.
Al poco de virar y plantar cara a las olas, el viento ya estaba desbocado. Luego supimos que a esa hora había alcanzado los 90km/h con rachas de 100. Y te confieso que cuando la escala Beaufort apoda al viento fuerza 10 como “temporal duro” ya no está de broma.
El tamaño de las olas era tal que había momentos en que parecíamos estar en una cumbre, viendo desde la cresta de una ola ese paisaje azul y blanco a nuestro alrededor. Con ese nivel de temporal los rociones de espuma te dan en la cara con tal fuerza que hacen realmente daño y no puedes ni mirar en la dirección del viento. Unos segundos después, pareces estar en un pozo, rodeado de agua por todas partes, y sólo se ve arriba del todo un trocito de cielo.
Mi amigo y yo estábamos convencidos de que saldríamos del trance sin problemas. El jefe, con un color de cara muy raro, hacía lo posible por ayudar en las maniobras, el pobre. Menudo bautizo de mar…

Pues ya con la proa hacia puerto, el barco y su aguerrida tripulación negociaban sin desfallecer las olas gigantes que se estrellaban sobre cubierta. Lo que no esperábamos, infelices de nosotros, es que fuera una pequeña pieza metálica, un modesto remache colocado a media altura en el mástil, el que no pudo más y cedió, soltando el también modesto cable que lo fija a uno de los laterales del barco.
Oímos de repente, por encima del bramar del “temporal duro”, un terrible chasquido y al mirar hacia arriba, vimos como todo el mástil y botavara con las velas caía por encima de la borda de estribor y quedaba colgando de la jarcia.  Vaya, lo que sería en cristiano colgando desmadejado de una madeja informe de cuerdas y cables…

¿No dicen de una batalla que se perdió a causa de un clavo mal puesto de los de la herradura del caballo del rey correspondiente? En el caso nuestro casi perdemos la batalla final y definitiva por un sencillo remache…
Menos mal que llevábamos un motor Volvo de 25 CV. Los Volvo no son los más baratos, pero mi amigo lo había elegido por ser “superfiable”.
Cuando te quedas sin velas no hay que quedarse parado al albur del temporal esperando que amaine, sino que hay que dar motor a tope, navegar cara al viento e ir atravesando las olas con la máxima potencia.
Con viento fuerza 10, olas de entre 3 y 4 metros, estando a unas 8 millas de tierra (que en este mar eran muuchas millas), con un mástil que en lugar de estar plantado en su sitio no cesa de golpear el casco, sin velas que nos empujen y con un tripulante de color violeta, ¿qué más puede salir mal?

Pues eso. Que el barco se movía tanto que el gasoil no paraba quieto en el depósito y no llegaba correctamente allí a donde se le suponía había de entrar en un motor superfiable y cumplir con su obligación de empujarnos con decisión hasta la desembocadura del rio.
En ese momento supimos que por nuestros medios no salíamos de aquella: a la deriva, atravesados a esas olas enormes el mástil acabaría haciendo un agujero en el casco y fin de fiesta. Llamé por radio al club náutico indicando la posición aproximada e informando de la situación crítica en la que estábamos. ¿Qué otra cosa podía salir mal?

En efecto: contestaron que no tenían remolcador y que con el temporal no iba a salir nadie a buscarnos.
Apagué la radio y subí a cubierta: la noticia no cayó nada bien en mis colegas de infortunio.
La siguiente hora fue alucinante. Cuando uno toma conciencia de que lucha por su vida, los sentidos se agudizan pero la conciencia racional parece que se va de vacaciones.
A cada golpetazo contra el costado del mástil suelto, se nos arrugaba un poco más el estómago, es un decir…

Había que hacer algo. Nos encomendamos a Hércules, el único que en este trance nos hubiera podido echar una mano. Y desde lo alto nos dijo, tan tranquilo, lo que ya sabíamos: cúrratelo y el cielo te ayudará.
Así que pusimos al jefe a sujetar la botavara para evitar que golpeara, mientras los jóvenes intentábamos subir el mástil a cubierta.
El jefe cumplió y aguantó agarrado al trozo de aluminio como una mordaza hidráulica.

Tardamos una hora entera, de las de sesentaytantos minutos, sometidos a sacudidas, bandazos, goterones de agua a casi 100km/h, subidas vertiginosas a las alturas y caídas casi en picado. Sujetándonos como podíamos cuando el barco tomaba una inclinación inverosímil, o las olas barrían la cubierta de lado a lado. Conseguimos finalmente subir los trozos de mástil y amarrar todo sobre cubierta. Nadie cayó y nadie salió dañado. Ese fue realmente el milagro con que Hércules nos favoreció aquel día.
Bueno, me refiero a daños físicos, porque los daños morales van en otra cuenta aparte.

A pesar de que el viento seguía tan bestia y el barco seguía moviéndose a lo loco, a merced de las olas, en ese momento supe que no nos iba a pasar nada: un buen casco como el nuestro, perfectamente cerrado, no se va a hundir por más olas que lo sacudan. Hombre, puede volcar, y entonces es problema es otro. El siguiente pensamiento fue para mi familia y para mi novia. A estas horas tenían que estar llamando sin parar al náutico, a la policía y a los servicios de rescate…

Aunque el festival no menguaba, estábamos un poco más tranquilos. Bajé de nuevo a la radio y al conectarla se empezaron a oír las llamadas de un amigo que había conocido nuestro mensaje de auxilio y había decidido salir a buscarnos. Tenía un barco de 12 metros con un motor potente que, al parecer, sí funcionaba y nos estaba buscando. Nos llamaba angustiado al no encontrarnos. Y no nos veía porque no teníamos mástil y porque un casco blanco es difícil de ver cuando el mar es una superficie de espuma del mismo color.

Al establecer finalmente contacto nos localizó con bastante facilidad. Se trataba de remolcarnos en medio de aquel maremágnum y se situó a distancia suficiente para lanzarnos un cabo.
La tarea no era fácil porque las olas hacían que tan pronto viéramos al otro barco tres o cuatro metros por encima de nuestro nivel y luego lo mismo pero por debajo de nosotros.
Era absolutamente dantesco ver y oír el viento arrancando bocados de agua de la superficie con esa violencia, convirtiéndolo todo en un manto blanco.
No podía acercarse demasiado para que la violencia del mar no nos hiciera chocar. Costó varios intentos, pero finalmente amarramos el cabo a la bita de proa.
Comenzó el remolque y ya nos veíamos calentitos con nuestro café con leche y quizá con una copita de algo en el bar del club, comentando la hazaña.

Después de todo lo que habíamos pasado, ¿qué otra cosa, ya, podía salir mal?

Pues que los repetidos tirones del cabo de remolque, lo partieron al poco rato. Otra vez el barco a bailar, otra vez a lanzar cabos de un barco a otro.
Menos mal que alguien tuvo una brillante idea y que en el barco había los medios para materializarla: en el centro del cabo de remolque amarraron un tramo de cadena de esa gorda, como de 20 metros. El peso hundía cadena y cabo en el agua y eso amortiguaba los tirones. Poco a poco, gracias al potente motor del otro barco y al efecto amortiguador de la cadena pudimos regresar a tierra. Durante el regreso, no nos miramos a la cara ninguno de los tres. Cada uno con sus pensamientos y el jefe de mi amigo sentado en un rincón con su tez color añil.

Ya en puerto, estábamos los dos pendientes de la maniobra de atraque, sin decir palabra. La proa estaba ya a un metro del muelle, cuando vi una sombra que pasaba por mi lado como una exhalación, saltaba con increíble agilidad desde el barco a tierra y desaparecía dando tumbos, corriendo por el pantalán hacia tierra firme.

Jamás volví a ver a aquel señor que tan valientemente había sujetado la botavara a riesgo de su vida.
Y jamás me atreví a preguntar a mi amigo por su jefe. Ni siquiera supe si continuó trabajando allí, si lo despidieron, o si simplemente no se atrevió a regresar a la empresa para no tener que mirar a la cara al heroico jefe.»

¡Cosas de jóvenes!

 esendraga, enero 2020

Como esto es una historia real hay una post-data: el dueño del Puma 26, después del día de autos, presentó ante el astillero constructor del barco el obenque con el remache defectuoso, y la firma le proporcionó todo el aparejo nuevo sin cargo. Todo un detalle.

 

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